Mis queridos lectores, este es el mes del amor y la amistad, pero también es el mes en que inician las inscripciones de los niños para las escuelas. Deberían estar ligados estos dos temas ya que nuestros maestros son las personas a quienes les confiamos a nuestros pequeños cuando no están en el seno familiar. Ellos son los que les deben de dar amor y amistad a los jóvenes para que con estas dos herramientas tomen la educación como algo del valor que se merece, ya que sin la educación, nuestra sociedad no hubiese avanzado al nivel en el que actualmente estamos. Estas personas dedican con paciencia y virtud su tiempo para comunicarle a los niños todo aquello que nos rodea y el cómo funciona: desde el jardín de niños hasta la preparatoria, que son obligatorios, laicos y gratuitos en nuestro país por ley, lo maestros pasan por diversos retos. Pero, ¿qué pasa cuando estas personas importantísimas en nuestra sociedad ya no hacen su labor con paciencia? Cuando recurren a los gritos y hasta a la violencia para tratar de obtener el control de sus estudiantes.
Es una triste verdad y lamentablemente mis dos hijos han sido victimas de abuso psicológico por parte de malos maestros. Zeida fue la maestra de mi hijo David en su primer año de primaria. Ella no sólo discriminaba a los niños utilizando la palabra “indio” despectivamente (muy mal hecho ya que esta raza nos ha demostrado que son personas que con orgullo abrazan sus raíces prehispánicas), sino que también les propinaba coscorrones cuando ella fallaba en lograr llamar la atención y se distraían sus estudiantes. Esto es algo muy común ya que es de humanos el ser distraídos y a veces dirigir la atención en otras cosas que suceden en el entorno. Los niños no lo pueden evitar pero los maestros deberían de recurrir a la creatividad para mantener ésta y lograr completar los mensajes que desean transmitir.
En mi primer artículo en esta revista, que titulé “La existencia y la inexistencia”, narré cómo un servidor público ya no hacía su trabajo bien y les di como consejo para cambiar el mundo el cambiar el trabajo que desempeñamos si es que ya lo hacemos con enfado, porque afectamos las vidas de lo demás si lo hacemos mal. Lamentablemente, el maestro que le tocó a mi hija Tahubé, en su tercer año de primaria, en la escuela vespertina de la población de San Pedro T., es una de estas personas. El muy cerdo no sólo distrae a los niños al mandarlos a la tiendita a comprarle comida chatarra para luego comérsela frente a ellos, antojándolos cruelmente, sino que su ortografía da mucho que desear para alguien que se supone debería de estar enseñando a leer y escribir correctamente a niños que aún confunden el uso de las dos bes (“huebo”, escribió un día en el pizarrón)…
Esta situación es más común de lo que uno se puede imaginar. En todas las escuelas estamos propensos a que alguien abuse de nuestros hijos, ya sea de forma violenta o hasta de forma sexual. Les damos el poder de intimidar a nuestros hijos y ellos por miedo callan su dolor. Muchas veces ni siquiera estamos prestándoles atención cuando se animan a decirnos, no les damos la importancia necesaria, y luego nos sorprendemos cuando ellos reaccionan de diferentes formas. Mi hijo sufrió sonambulismo y mi hija despierta gritando en la noche. Llega un momento en que ya ni nos tratan de decir porque piensan que de plano no nos interesa lo que les sucede y lo toman con una normalidad que espanta. ¿Por qué tienen que vivir con esto? Aun cuando le sucede a otro de sus compañeros, el trauma se instala en sus cerebros –el maestro tiene el poder de pegarnos y nadie ni nada lo va a detener–, es lo que sus infantiles cabecitas piensan.
Esto está mal y quien calle debería de ser condenado tal y como deberían de ser condenado aquellos quienes recurren a la violencia en las aulas. Le pedí a mi hija que dibujara lo que le sucedió para compartirlo con ustedes en este artículo.
Confianza que no siempre se respeta. Para cambiar el mundo, ¿qué les parece si paramos la violencia en las aulas? ¿Cómo? De cualquier forma que esté dentro de la ley y claro, conociendo a aquellos que educan a nuestros hijos, dándoles a entender que no nos vamos a dejar más.
Paloma Arau
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