18 noviembre 2008

Lo de Talpa

¿Ya están listos para irnos? –Se escuchó la voz del chofer de la camioneta que nos llevaría al crucero de Ameca, en donde partiríamos a pie a Talpa. Mientras que Juan, Camilo y yo terminábamos de acomodar nuestras cosas en las mochilas. Nos trepamos en la camioneta y ésta empezó a andar.

Serían como las cinco de la mañana, cuando el chofer nos gritó: –¡ora, ya llegamos, bájense!–. Camilo me despertó y nos bajamos, el chofer con ojos de tecolote madrugador nos dijo: –síganle por ese camino hasta donde se ve aquella loma y después siguen el camino que pasa por la Cruz de Romero, hasta el espinazo del diablo, de ahí agarran derecho y de seguro llegan, en caso de que se pierdan, pregúntele a la gente que vean por el camino, y verán que preguntando se llega a Roma, ¿entendieron? –Los tres más dormidos que despiertos le contestamos que sí y se marchó. Antes de que el sol pintara sus primeros rayos en el firmamento, Camilo le dijo a Juan: –¡eh Juan! ¿Trajiste la lámpara que te dio tu hermano? Porque nos va a ser falta –mientras Juan le respondía que sí, yo iba viendo el paisaje; con un suspiro profundo moví la cabeza de un lado a otro y seguí caminado sin decir una sola palabra.

Llevábamos como unas cuatro horas de camino y ya habíamos recorrido un buen tramo, cuando les pregunté a Camilo y a Juan, que a qué hora almorzábamos, a lo que me respondieron que llegando al primer árbol con sombra buena para descansar. Terminamos de desayunar y Juan nos dijo a Camilo y a mí: –¿se acuerdan lo que nos dijo don Gabriel, el de los tacos? que aprovecháramos a caminar de noche, porque de día hace un chingo de calor, y es verdad, ¡ya me chingo de calor y apenas son las once! –Camilo me vio y me dijo: –¿ya te cansaste ¡guey!? –con un movimiento de cabeza le dije que no. –Bueno –respondió, y le dijo a Juan que siguiéramos hasta la hora de comida. Juan asintió con la cabeza. Eran como las tres cuando me sentí cansado y veía a Camilo y a Juan que ni se fatigaban. Pensé que por la costumbre que tenían de caminar mucho, pero no era así, sino por la devoción que llevaban por ver a la Virgencita. Y yo creo que ella o su fe, los hacía caminar de esa forma; en realidad yo nomás me les pegué para ver qué se sentía esta caminata que mucha gente de mi pueblo hace cada año, yo estaba con la tentación y aquí voy, ¡ya bien guango, pero seguro! Eran casi las cinco cuando Juan me preguntó que si tenía hambre. Camilo volteó al instante y les contesté que como ellos quisieran, pero seguían caminando; no muy lejos se divisaron un par de encinos y Camilo juntó unos leños para hacer una fogata y calentar la comida. Cuando terminamos de comer, Juan nos dijo que nos durmiéramos un rato porque le íbamos a pegar parte de la noche y si era posible toda la noche; a lo que me quedé pensativo. Pero acepté, total “ya aquí ando”, me dije a mí mismo. Se me hizo un ratito la dormida pero en realidad eran ya las once cuando me despertaron y me quedé sorprendido al ver la cantidad de gente que pasaba a nuestro alrededor, viejos, niños, mujeres, hombres, señoras con bebés en brazos y nadie se rajaba, algunos pasaban rezando, otros en silencio y meditabundos, algunos caminaban aprisa y otros lenta pero constantemente. Cuando menos acordé Camilo y Juan ya habían recogido las cosas y me dijeron: –¡apúrate que te quedas! –al instante me puse en pie y los seguí.

Ni uno ni otro decían nada, intenté entonar una canción para hacerme el camino más cómodo, me empecé a quedar rezagado al paso de ellos, no era mucha la distancia pero ya me llevaban un tramito. De pronto al mirar a mi izquierda divisé las luces al fondo de la montaña, como un pequeño hilo luminoso, que cambiaba de forma, conforme el relieve de la montaña. ¡Extraordinario! –me dije a mí mismo–; era una cosa fascinante ver aquel espectáculo. Por supuesto no faltaban los puestos de vendimias a lo largo del camino, desde comida hasta bebidas, cigarros y otras chucherías.

Embobado por el descubrimiento que había hecho, se me olvidaron mis compañeros de viaje. Al recordar volteé a verlos y no los vi, me puse un poco nervioso y apreté el paso para tratar de alcanzarlos. No muy lejos los divisé y me sentí aliviado. Al ver la cantidad de personas perdí la noción del tiempo y no supe qué hora era, y ni me importó en fijarme. Ya próximo a alcanzar a Camilo y a Juan, sentí la mano de alguien sobre mi espalda, al voltear me di cuenta que era un anciano, con cara de felicidad y alegría. Me saludó y yo le contesté. –Me llamo Anselmo –dijo– voy rumbo a Talpa, pa´ ver a la virgencita, sabe que estoy enfermo y no me puedo curar, ya vi muchos médicos y ninguno le atina, tengo fe de que la Virgen de Talpa me curará, pero ya me ve, voy solo, ni quién me acompañe ya tiene rato que mis familiares me dejaron y todavía no los veo–; yo solamente lo escuchaba y seguíamos caminando.

Don Anselmo me contó que venía de un pueblo que se llama San Luis, cerca del pueblo donde vivo, y me preguntó que cuándo me devolvería de Talpa. Le contesté que nomás llegábamos a ver a la Virgencita y nos devolvíamos. Conforme caminábamos me platicó un poco de su vida, de la misma forma yo le conté de la mía; me pidió de favor que cuando regresara a mi pueblo pasara a su casa a decirle a su familia que los iba esperar en Talpa, para que se fueran y le pidieran al padre que oficiara una misa el día de su cumpleaños, 20 de marzo, y que ahí iba a estar con ellos, para después regresar en paz y estar sin pendiente. En ese momento no me di cuenta de lo que me dijo, hasta ahora. –Pregunta por la casa de don Anselmo González –me dijo–, soy muy conocido en el pueblo y rápido dará con mi casa. ¿De dónde me dijiste que eras muchacho? –De San Juan –le respondí. Me preguntó: –¿conoces a don Feliciano Vergara? Es mi abuelo –le respondí–. Añadió: –Le dices que pronto nos veremos. –Qué pequeño es el mundo –le dije–; No tienes idea muchacho –me respondió–, aquí me quedo. Cuando volteé a despedirme ya no lo vi. Por fin alcancé a los muchachos y entramos juntos a Talpa, cuando llegamos a la iglesia me impresioné al ver la cantidad de gente: unos de rodillas caminaban, otros con penitencias, pero todos con mucha fe, incluyendo a Camilo y a Juan. De regreso, durante el camino, les platiqué a mis compañeros del viejo de Don Anselmo y les pedí que me acompañaran a San Luis a llevar la razón que el señor me había encomendado. Efectivamente cuando pregunté por él, rápido me dijeron dónde era su casa. Al tocar la puerta, una señora ya desgastada por los años abrió y me preguntó que a quién buscaba. Le dije: –traigo una razón de Don Anselmo González –la señora me vio de una forma que nunca olvidaré, parecía como si hubiera visto a la misma muerte. Quedé sorprendido y continué, –que se fueran a Talpa, que allá los iba a esperar para pasar con ustedes su cumpleaños, para que le ofrezcan una misa y… –no pude continuar porque la señora empezó a llorar. Camilo y Juan voltearon a verme y al igual que ellos, yo también quedé sorprendido cuando la señora me dijo: –mi viejito te dijo eso, él ya tiene más de doce años de muerto y precisamente murió un día antes de su cumpleaños, había prometido celebrarse una misa en Talpa, pa´ su cumpleaños, pero… pero… –y soltó su llanto. Mi abuelo murió meses después de lo sucedido, Camilo y Juan no quieren volver y yo creo… lo de Talpa.
Gabriel Chávez.
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El Flechador del Cielo


La verdad es que este cuento sucedió una noche y no durante el día como se acostumbra. Esa noche en cuestión el viento soplaba muy, muy fuerte, todo se movía y parecía que nada podía quedarse en su lugar.

Todos en el pueblo de Chapala, niños y grandes corrieron a sus casas, y quienes no tenían, se escondieron en las grutas que había en algunos cerros. Nunca pensaron que ese viento fuera tan fuerte como para tumbar algo increíble, luminoso y sensacional.

A media noche se oyó un gran golpe, mucho más grande que cuando se cae una piedra o cuando se parte un árbol, incluso en otros pueblos, al otro lado de la laguna, alcanzó a escucharse el estruendo y se sintió un leve temblor de tierra.

Después del ruido desgarrador, el viento cesó de golpe, la gente estaba asustada, y luego de unos minutos, los más valientes salieron a la calle. Todo era extraño, algo faltaba. De pronto los ancianos que habían reunido valor, se juntaron en el malecón, y buscando con sus añosos ojos, concluyeron que la Luna ya no estaba, como había estado hace unas horas iluminando el cielo. El más viejo de ellos, llamado el Cuy, con su gran cara llena de arrugas, hablando grave dictaminó que aquel estruendo de hace minutos no era otra cosa, sino el impacto de la Luna al caer.

Los más pequeños, asustados, no podían dormir y se aferraban a sus madres con ojos de sueño.

Los hombres maduros tomaron botes y canoas, otros ensillaron sus caballos y fueron en busca de lo que hacía falta en el cielo.

Después de un rato llegó un muchacho llamado Pepe, diciendo a gritos que en una isla, a la que llaman la de Mezcala, estaba la Luna atorada entre las ramas de los árboles.

Sería ya muy pasada media noche cuando en canoas, botes y lanchas se reunió la mayoría de la población en el lugar preciso para asistir a aquel raro espectáculo, además de gentes de otros lados, dicen que venían de tan lejos, que la tierra cambia de nombre y se llama Michoacán.

Con sogas y machetes se liberó a la Luna de su cautiverio entre las ramas, no fue necesario, encender fuego o llevar linternas, la luz que había en ella era muy fuerte.
Manuel Rodríguez, hombre valiente, llegó hasta el sitio con su famosa resortera, la cargo con la Luna, apuntó y disparo al cielo, logrando sólo gran confusión, gritos y vivas entre la gente, que pronto se desanimó, al ver la esfera más empolvada cayendo cerca de un lodazal, quedando todos desesperados, porque el asunto se veía mal.

El presidente municipal, con su gran panza y su traje negro, llegó seguido de sus soldados, que en varias barcas movilizaban la catapulta, la cual se usa para espantar lobos y coyotes, que mucho asustan durante las noches, la cual cargaron y dispararon teniendo de nuevo mal resultado.

Don Lino Sánchez, maestro del pueblo, llevó unos globos llenos de helio, cargó el objeto sin dilación, pero otra vez todo fue malo, porque los globos se reventaban, o ya cargados se desataban, dejando todo igual de mal.

Todos los niños ya más tranquilos, se habían dormido entre los brazos de sus mamás, mientras veían todas las fallas, excepto uno de nombre Axa que se mostraba desesperado.

Cuando ya nadie supo qué hacer, Axa llegó con los grandes jefes, sacó su arco, puso una flecha y le ató una soga, y pidió permiso de que lo dejaran intentar a él. Todos sonrieron, mas como nada podían perder, le abrieron paso y le dejaron hacer la prueba.

Ató a la Luna del otro extremo de la soga en que estaba atada a la flecha, caminó hasta la orilla de la laguna donde mojó sus pies, después, puso la rodilla en la tierra, tensó su arco, apuntó con mucho cuidado y cuando se sintió seguro, disparó.

Nadie podía creerlo, su lanzamiento dio resultado, y aquella flecha tan poderosa en una estrella se fue a atorar.

La Luna, un poco más empolvada que antes, regreso a su lugar, y desde entonces al niño Axa se le conoce como: “el flechador del cielo”.

Por eso es que la Luna en el mes de octubre brilla más fuerte y es más hermosa, ya que se acuerda de su caída, y cada año lo celebra brillando fuerte en su aniversario.

Fernando Villaseñor Ulloa.
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Las olas se la llevaron

Novia romántica como ninguna


Catalina conoció Chapala por primera vez cuando le dio el sí a su novio. Vamos al malecón y de ahí te llevo a bailar, le dijo Martín. Y se fueron a pasear por la ribera, y se fueron a bailar salsa y merengue y se fueron más allá del malecón. Comenzó por un dedito y la mano agarró, se trepó por un bracito y al labio llegó... “No seas taruga muchacha, los hombres son como el zancudo, nomás pican y se van... cuando le dan a una su paseada, antes de casarse, ya no cumplen”. Catalina recordaba las palabras de la abuela dándole lecciones femeninas y poniéndola en alerta contra los gañanes. Sólo Dios sabe las experiencias de la abuela, pero la muchacha no puso la atención debida y reprobó el curso para señoritas pudorosas. La abuela no se enteraría nunca de la vida y obra de su nieta en la Ribera de Chapala. Catalina, Catita, tan bonita ella, tan inocente, tan blanquita y chapeteada que parecía retoño de algún gringo de Ajijic, bueno, su papá no era tan prietito y su abuela presumía con frecuencia el linaje criollo de su gente.

Catalina vivía en Colima, pero su abuela se la trajo para Guadalajara cuando el padre de la entonces tímida niñita, se decidió a estrenar esposa después de guardar dos años de riguroso luto y fidelidad a la memoria de la difunta madre de Catita. “Me dijo Martín que sí, que pronto nos casaríamos, por eso me animé”. Las distancias acercan las ciudades... las ciudades destruyen las costumbres...oían a Lola Beltrán mientras conversaban las dos mujeres. Catalina le dio un trago al tequila mientras su amiga la observaba con ojitos dormilones... “y llegamos a uno que está cerca del aeropuerto, pues no, la verdad muy poco romántico, pues sí, estaba todo muy bonito pero yo pensaba en las olas del mar y pues nada... y además yo bien nerviosa”. Catalina se había ido a vivir a Ocotlán porque pensó que sería más fácil ingresar a la universidad. “La verdad tienes cuerpo de modelo, por eso el Martín no te la perdonó, no te agüites, no es para tanto”. “Ya qué”, dijo la Caty, y luego las dos dijeron “salud”. Y el cántaro al agua empezó a bajar, y la carrera universitaria quedó por un tiempo en el tintero porque Caty, se convirtió en la más deseada de la escuela y no le iba del todo mal tirando belleza a su paso. Entonces decidió entrarle al trabajo de modelo, nomás para romper con la rutina y quizás para olvidarse del Martín.
Sin embargo Catalina esperaba todavía la llegada del príncipe azul. Quien quite, pensó, a la mera uno de tantos busque un cariño verdadero. Aves de paso como pañuelos cura fracasos... escuchaba a Sabina y le daba coraje. Sabía que la flor de un lirio podía ser bella aún en medio de un lago contaminado. Pero le gustaba la bohemia y también el arrabal. Lago de amor, tú que viste a mis ojos llorar... Caminaba por el malecón. Chapala se parecía a ella, no era como antes. Tenía una historia que contar con sus penas y alegrías. Se acordaba de Martín, tan bueno que parecía con sus ojos de manatí y su bigote de bagre, hasta pudo ser coronado Rey Feo. Se acordaba de la abuela, tan santa ella y qué diría si la viera en su traje de chica sexy lanzando miradas seductoras a diestra y siniestra. Pero nada es para siempre, pensó, sintió la brisa en su rostro, se soltó el cabello y se volvió a peinar. Una tarde volvió a Chapala, sentía que algo se había roto dentro de ella cerca de aquel trozo semicristalino donde el viento hacia temblar el reflejo de la luna por las noches todavía. Primero entró al templo parroquial a saludar a San Francisco. Pues mira, aquí ando, ¿cómo ves? Se imaginó a la Magdalena en el Calvario cuando vio al cristo con los brazos extendidos, en silencio. “Nada es para tanto”, había dicho su amiga Eugenia y también lo decían en los programas de superación personal que pasaban los martes en la tele. Se persignó como la había enseñado su abuela cuando era niña. “Ay, Martín, qué menso fuiste, por andar de atrabancado te perdiste lo mejor” suspiró dejando salir un amén conclusivo. Salió, se sintió bendita ella entre la gente que comía charales y se le quedaba mirando. Catalina descubrió cuánto se quería. Las tristezas se le habían acumulado desde la muerte de su madre, luego el cambio de Colima a la Perla tapatía, después la proeza de Martín, luego la escuela de modelos y el punchis punchis entre luces de neón. Pronto se cansó de estar sola entre la multitud, entre tanta gente que iba y venía como las olitas de Chapala, se imaginó sola y triste como las noches de invierno en el desierto de Sonora, o como las orillas del lago que ya se estaban desecando. Así sola, caminó por el malecón, no faltó algún buen hombre que se le acercara para invitarla a platicar. A nadie dijo que no, pero tampoco dijo que sí cuando le propusieron tomarse unas copitas en el Beer. Al carajo con esto, estiró sus brazos como queriendo abarcar la laguna con su cuerpo y con su mente. Respiró la brisa que le recordó la playa de Manzanillo, se acomodó la chalina que llevaba en los hombros y se regresó a Ocotlán. Sería licenciada en algo muy distinto al modelaje. Olvidaría los tipos como Martín, visitaría la tumba de la abuela y le contaría que sí, que tenía razón, había que cuidarse de los hombres pero no dejaría descartada la esperanza de encontrarse, algún día, en los brazos de uno, fuera blanco, azul, moreno, que le diera el beso de las buenas noches. Mientras tanto, las olas hacían parpadear los últimos destellos de su pena.
Jesús García

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