Soledad
se abraza al cuerpo del hombre que la incita. Se instala en su habitación con
grandes tragaluces. Hay algo en ese cuerpo particularmente delicioso...
intoxicante.
Soledad
no habla de amor en las noches.
Habla
del mundo y sus miserias. Se enfurece y maldice para luego reír a carcajadas.
Hay algo en la voz de ese cuerpo, en sus palabras, que hipnotiza. Su compañía
le nutre más, le resulta más satisfactoria y plena, que la efervescencia de mil
pasos nuevos.
Soledad
no habla de amor en las noches, mucho menos en los días.
Soledad,
apenas, se abraza al cuerpo del hombre que la incita. Y al amanecer, retoza
embelesada de recuerdos, disfrutando los dolores frescos que atestiguan el paso
de ese hombre por su cuerpo.
Soledad
lleva fotografías en su cartera: sus padres, sus hermanas, la abuela
Tomasina... Kika, la bulldog inglesa que la acompaña en sus tardes de lectura.
Sobre su escritorio, la credenza y las paredes de su estudio, imágenes
diversas: momentos, personas, lugares entrañables. Memorias de su paso por el
mundo.
Para
Soledad esas imágenes son objetos atesorables. Sin ellas sus paredes -y su
vida- lucirían vacías. Porque cada una es un recuerdo, un instante mágico en la
vida, como pepitas de oro que brillan entre los guijarros monocromáticos de la
cotidianidad.
Sin
embargo, hay fotos inexistentes. Al menos sin espacio en las blancas paredes de
su departamento.
Fotografías
que se llevan tatuadas en la piel, bajo la ropa... por debajo, incluso, de las
prendas más íntimas. Imágenes de sus manos [las de él] justo al límite de su
espalda [la de ella]; close-ups de sus labios a punto del beso en una noche
lluviosa. O sus sonrisas plenas, después de amar.
Esas
fotografías no existen, ni en plata/gelatina, o archivo jpg... vaya, ¡ni en
polaroid!
Son
imágenes que Soledad conserva, también de manera entrañable y llenándole la
vida, prendiditas de las paredes del alma.
Soledad se regocija en contemplarlo. El cuerpo de ese hombre,
forjado al calor del desierto, con la piel curtida por la arena; es mineral,
carbón de piedra que le funde las entrañas cada vez que [espada] la penetra.
Mástil nocturno al que se aferra cuando, en su furia, el vendaval de la pasión
amenaza con rasgar sus vulnerables velas.
Templo de saber inagotable, de todas las páginas acumuladas, de
memorias sonoras que su voz reproduce -suave- cuando la colisión de los cuerpos
firma la tregua.
Soledad se pierde en su beso que provoca antropofagia -que le
despierta apetitos vedados- y se alimenta de él sin mesura, felina y zalamera.
Porque su piel tiene sabores de milagro, se desvive en atizar la cúspide de sus
empeños a fuerza de besos sin recato. Y resulta complicado interrumpir el campo
magnético que se genera cuando, oscilantes, terminan derramándose en la tierra.
Ese cuerpo está hecho de hierro y madera, de mármol, sal y
piedra; de noche y huesos, de carne y fiesta. Soledad, se regocija en
contemplarlo y, en la distancia discreta, lo espera.
Soledad
es mujer de hábitos nocturnos. Puede escribir hasta entrada la madrugada, con
apenas pausas para cambiar de disco, servirse otra copa de vino, estirar las
piernas, ir al baño... y cuando la ansiedad le sorprende sin compañía, para
hacer llamadas íntimas a algún amigo de confianza que igual duerma solo.
Soledad
conoce los alcances de su voz, los efectos de sus matices, de sus pausas; de
sus palabras oportunas cargadas de concupiscencia. Y a su vez, pocas cosas
encuentra más incitantes -a distancia y en persona-, que la voz grave de un
hombre describiendo atmósferas, sensaciones, deseos.
Cuando
las distancias y las agendas le impiden el contacto; cuando lo súbito de un
anhelo dicta la urgencia, Soledad recurre al teléfono. No es lo mismo, es
cierto, pero le resuelve el problema al menos hasta el día siguiente. Porque
siempre habrá un día siguiente para encontrarlo a Él y a su cuerpo generoso,
vasto, irresistible. Siempre habrá un día siguiente... y de vez en vez, algunas
noches.
5. DE LO QUE ESCRIBE SOLEDAD
Algunas
veces las historias son retazos de su vida.
Como aquellas grandes colchas que la abuela Tomasina armaba con trozos
de ropa y sábanas viejas, en las tardes de verano, sentada en el porche de su
casa. Soledad selecciona con cuidado de
entre el armario de los recuerdos, algún amanecer memorable, la emoción de
alguna noche clandestina, las miradas lacerantes de algún hombre de otros
tiempos.
Y
termina pariendo hermosos mutantes, capirotadas en letras que, con todo y la
asincronía de tiempo y espacio de sus ingredientes, le resultan deliciosos.
Ahora
que tampoco duda en verter su acalorada imaginación a partir de fantasías
acumuladas en la entraña. Y construye
escenarios ficticios, personajes con patologías diversas; argumentos que justifiquen
procederes temerarios, eufóricos.
Alguien alguna vez le incriminó: “Escribes
de todo aquello que quisieras ser y no te atreves…” Puede que tuviera razón.
Sin
embargo, sus momentos de mayor lucidez poética o narrativa, surgen cuando algún
hombre merodea sus sueños. Cuando se le cuela entre los poros y la inflama de
ansiedad. Cuando los besos le dejan la
boca morada y el alma diluida en tinta.
Cuando el brillo de sus ojos la delata insomne, proclive a la embestida
oscilante, urgente y voraz.
Es
entonces su pluma liviana, ligera y disoluta. Generosa fuente de relatos e
imágenes poéticas que navegan de lo sublime a lo salaz. Su cerebro, estimulado
por aromas y sabores, por la química de un cuerpo torrencial, no descansa y
sigue, sigue una y otra vez, insaciable.
Las
historias verdaderas, irremediablemente terminan, tarde o temprano. Pero desde
hace tiempo decidió no escribir del miedo y del dolor. Decidió brincarse unas
cuantas etapas del duelo y –literalmente- saltar sobre páginas nuevas.
Porque
no hay nada más incitante que las primeras miradas, los primeros roces, los
primeros besos… la primera noche. Así
sea, tan sólo en letras.
6. DE
LAS HISTORIAS SIN CONTAR
Soledad,
en silencio frente al monitor de la computadora que le muestra una hoja en
blanco, sonríe. Al parecer ha perdido la noción del tiempo. Sigue recordando.
Intenta contar la historia. En su cabeza: aromas, sabores, texturas,
melodías... y Él.
De
pronto, la oscuridad del estudio le avisa que el Sol debió marcharse hace rato.
Intenta adivinar la hora en el reloj de la pared, mas no lo logra. Despliega el
taskbar: 8:47pm. Kika sigue dormida sobre el sillón.
Soledad
sonríe, cierra la pantalla y se va. Hay historias que prefiere no contar, dejar
inconclusas, detenidas por tiempo indefinido en el clímax. Porque todas las
historias -irremediablemente- tienen punto final, sin embargo, para efectos de
ésta, Soledad aún tiene muchas letras bajo la manga.
7. DE
LAS PALABRAS
A
Soledad la matan las palabras. Las letras son su debilidad, su talón de
Aquiles. Se dice que por apenas un par de estrofas -apresuradas,
incipientes, sin embargo incendiarias- vertió su tinta generosa por casi dos
años. Se rumora también, que la sola promesa de un idilio epistolar le mantuvo
en ebullición constante el alma por un mes, y las letras -condensadas- tuvieron
que ser retiradas del techo y las paredes de su alcoba, cuando un punto final
le arrebató de las manos el argumento de su historia.
Es
más, hay quien asegura que un poema -sin gramática ni sintaxis correctas- fue
suficiente para que hiciera la promesa que involucra arroz y bendiciones
oficiales.
Soledad
no aprende.
Su
sed es de aquellas que no se sacian leyendo sonetos dedicados a musas
distantes; no se consuela con imaginarse Matilde Urrutia, Norah Lange o la más
insignificante amante de Sabines. No.
Ególatra
y narcisa, anhela saberse ocasión de sueños clandestinos, fuente de fantasías
inundadas de lascivia... pretexto para la tinta derramada sobre sábanas. A
Soledad la matan las palabras. Por eso escribe, porque tiene la certeza, la
total y plena convicción de que en esta vida todos debemos ser recíprocos.
8. DE
POR QUÉ NO HABLAR DE AMOR
Soledad
no habla de amor en las noches... mucho menos en los días. Al menos no del amor
como lo pintan las comedias románticas y los cuentos de hadas. Ese amor
edulcorado en rosa fiusha que se explota cada 14 de febrero. Del que se
aprovechan la industria de diamantes, vestidos de novia, y resorts para honeymooners.
Ese amor del "...felices por siempre" y "hasta que
la muerte nos separe" cuya monogamia institucionalizada respalda la
-infame- epístola de Melchor Ocampo.
A
Soledad le costó muy caro aprender la lección. Heridas profundas. Lágrimas aún
frescas.
Ahora prefiere las teorías bioquímicas y eléctricas. Le agrada la idea de su
cerebro estimulado por la alquimia de otro cuerpo. Reconoce que hay pieles que
incitan sus sentidos. Y disfruta hasta el delirio del campo magnético que
genera la fricción acompasada de las ansias. No ignora los riesgos, por
ejemplo: la adicción que genera el dejo de tabaco de una lengua habilidosa.
Soledad
se sabe aún vulnerable. Sin embargo, no habla de amor... prefiere dejar que las
voces desde el iPod lo hagan por ella y cuenten las historias que no habrá de
escribir.
Mónica Morales Rocha