23 febrero 2013



1. LA SOLE


Soledad se abraza al cuerpo del hombre que la incita. Se instala en su habitación con grandes tragaluces. Hay algo en ese cuerpo particularmente delicioso... intoxicante.
Soledad no habla de amor en las noches.
Habla del mundo y sus miserias. Se enfurece y maldice para luego reír a carcajadas. Hay algo en la voz de ese cuerpo, en sus palabras, que hipnotiza. Su compañía le nutre más, le resulta más satisfactoria y plena, que la efervescencia de mil pasos nuevos.
Soledad no habla de amor en las noches, mucho menos en los días.
Soledad, apenas, se abraza al cuerpo del hombre que la incita. Y al amanecer, retoza embelesada de recuerdos, disfrutando los dolores frescos que atestiguan el paso de ese hombre por su cuerpo.

2. DE LAS FOTOGRAFÍAS INEXISTENTES


Soledad lleva fotografías en su cartera: sus padres, sus hermanas, la abuela Tomasina... Kika, la bulldog inglesa que la acompaña en sus tardes de lectura. Sobre su escritorio, la credenza y las paredes de su estudio, imágenes diversas: momentos, personas, lugares entrañables. Memorias de su paso por el mundo.
Para Soledad esas imágenes son objetos atesorables. Sin ellas sus paredes -y su vida- lucirían vacías. Porque cada una es un recuerdo, un instante mágico en la vida, como pepitas de oro que brillan entre los guijarros monocromáticos de la cotidianidad.
Sin embargo, hay fotos inexistentes. Al menos sin espacio en las blancas paredes de su departamento.
Fotografías que se llevan tatuadas en la piel, bajo la ropa... por debajo, incluso, de las prendas más íntimas. Imágenes de sus manos [las de él] justo al límite de su espalda [la de ella]; close-ups de sus labios a punto del beso en una noche lluviosa. O sus sonrisas plenas, después de amar.
Esas fotografías no existen, ni en plata/gelatina, o archivo jpg... vaya, ¡ni en polaroid!
Son imágenes que Soledad conserva, también de manera entrañable y llenándole la vida, prendiditas de las paredes del alma.

3. DEL CUERPO DE ESE HOMBRE


Soledad se regocija en contemplarlo. El cuerpo de ese hombre, forjado al calor del desierto, con la piel curtida por la arena; es mineral, carbón de piedra que le funde las entrañas cada vez que [espada] la penetra. Mástil nocturno al que se aferra cuando, en su furia, el vendaval de la pasión amenaza con rasgar sus vulnerables velas.
Templo de saber inagotable, de todas las páginas acumuladas, de memorias sonoras que su voz reproduce -suave- cuando la colisión de los cuerpos firma la tregua.
Soledad se pierde en su beso que provoca antropofagia -que le despierta apetitos vedados- y se alimenta de él sin mesura, felina y zalamera. Porque su piel tiene sabores de milagro, se desvive en atizar la cúspide de sus empeños a fuerza de besos sin recato. Y resulta complicado interrumpir el campo magnético que se genera cuando, oscilantes, terminan derramándose en la tierra.
Ese cuerpo está hecho de hierro y madera, de mármol, sal y piedra; de noche y huesos, de carne y fiesta. Soledad, se regocija en contemplarlo y, en la distancia discreta, lo espera.

4. DE LAS NOCHES


Soledad es mujer de hábitos nocturnos. Puede escribir hasta entrada la madrugada, con apenas pausas para cambiar de disco, servirse otra copa de vino, estirar las piernas, ir al baño... y cuando la ansiedad le sorprende sin compañía, para hacer llamadas íntimas a algún amigo de confianza que igual duerma solo.
Soledad conoce los alcances de su voz, los efectos de sus matices, de sus pausas; de sus palabras oportunas cargadas de concupiscencia. Y a su vez, pocas cosas encuentra más incitantes -a distancia y en persona-, que la voz grave de un hombre describiendo atmósferas, sensaciones, deseos.
Cuando las distancias y las agendas le impiden el contacto; cuando lo súbito de un anhelo dicta la urgencia, Soledad recurre al teléfono. No es lo mismo, es cierto, pero le resuelve el problema al menos hasta el día siguiente. Porque siempre habrá un día siguiente para encontrarlo a Él y a su cuerpo generoso, vasto, irresistible. Siempre habrá un día siguiente... y de vez en vez, algunas noches.

5. DE LO QUE ESCRIBE SOLEDAD


Algunas veces las historias son retazos de su vida.  Como aquellas grandes colchas que la abuela Tomasina armaba con trozos de ropa y sábanas viejas, en las tardes de verano, sentada en el porche de su casa.  Soledad selecciona con cuidado de entre el armario de los recuerdos, algún amanecer memorable, la emoción de alguna noche clandestina, las miradas lacerantes de algún hombre de otros tiempos.
Y termina pariendo hermosos mutantes, capirotadas en letras que, con todo y la asincronía de tiempo y espacio de sus ingredientes, le resultan deliciosos.
Ahora que tampoco duda en verter su acalorada imaginación a partir de fantasías acumuladas en la entraña.  Y construye escenarios ficticios, personajes con patologías diversas; argumentos que justifiquen procederes temerarios, eufóricos.  Alguien alguna vez le incriminó: “Escribes de todo aquello que quisieras ser y no te atreves…”  Puede que tuviera razón.
Sin embargo, sus momentos de mayor lucidez poética o narrativa, surgen cuando algún hombre merodea sus sueños. Cuando se le cuela entre los poros y la inflama de ansiedad.  Cuando los besos le dejan la boca morada y el alma diluida en tinta.  Cuando el brillo de sus ojos la delata insomne, proclive a la embestida oscilante, urgente y voraz.
Es entonces su pluma liviana, ligera y disoluta. Generosa fuente de relatos e imágenes poéticas que navegan de lo sublime a lo salaz. Su cerebro, estimulado por aromas y sabores, por la química de un cuerpo torrencial, no descansa y sigue, sigue una y otra vez, insaciable.
Las historias verdaderas, irremediablemente terminan, tarde o temprano. Pero desde hace tiempo decidió no escribir del miedo y del dolor. Decidió brincarse unas cuantas etapas del duelo y –literalmente- saltar sobre páginas nuevas. 
Porque no hay nada más incitante que las primeras miradas, los primeros roces, los primeros besos… la primera noche.  Así sea, tan sólo en letras.

 

6. DE LAS HISTORIAS SIN CONTAR


Soledad, en silencio frente al monitor de la computadora que le muestra una hoja en blanco, sonríe. Al parecer ha perdido la noción del tiempo. Sigue recordando. Intenta contar la historia. En su cabeza: aromas, sabores, texturas, melodías... y Él.
De pronto, la oscuridad del estudio le avisa que el Sol debió marcharse hace rato. Intenta adivinar la hora en el reloj de la pared, mas no lo logra. Despliega el taskbar: 8:47pm. Kika sigue dormida sobre el sillón.
Soledad sonríe, cierra la pantalla y se va. Hay historias que prefiere no contar, dejar inconclusas, detenidas por tiempo indefinido en el clímax. Porque todas las historias -irremediablemente- tienen punto final, sin embargo, para efectos de ésta, Soledad aún tiene muchas letras bajo la manga.

7. DE LAS PALABRAS


A Soledad la matan las palabras. Las letras son su debilidad, su talón de Aquiles. Se dice que por apenas un par de estrofas -apresuradas, incipientes, sin embargo incendiarias- vertió su tinta generosa por casi dos años. Se rumora también, que la sola promesa de un idilio epistolar le mantuvo en ebullición constante el alma por un mes, y las letras -condensadas- tuvieron que ser retiradas del techo y las paredes de su alcoba, cuando un punto final le arrebató de las manos el argumento de su historia.
Es más, hay quien asegura que un poema -sin gramática ni sintaxis correctas- fue suficiente para que hiciera la promesa que involucra arroz y bendiciones oficiales.
Soledad no aprende.
Su sed es de aquellas que no se sacian leyendo sonetos dedicados a musas distantes; no se consuela con imaginarse Matilde Urrutia, Norah Lange o la más insignificante amante de Sabines. No.
Ególatra y narcisa, anhela saberse ocasión de sueños clandestinos, fuente de fantasías inundadas de lascivia... pretexto para la tinta derramada sobre sábanas. A Soledad la matan las palabras. Por eso escribe, porque tiene la certeza, la total y plena convicción de que en esta vida todos debemos ser recíprocos.

 

8. DE POR QUÉ NO HABLAR DE AMOR


Soledad no habla de amor en las noches... mucho menos en los días. Al menos no del amor como lo pintan las comedias románticas y los cuentos de hadas. Ese amor edulcorado en rosa fiusha que se explota cada 14 de febrero. Del que se aprovechan la industria de diamantes, vestidos de novia, y resorts para honeymooners. Ese amor del "...felices por siempre" y "hasta que la muerte nos separe" cuya monogamia institucionalizada respalda la -infame- epístola de Melchor Ocampo.
A Soledad le costó muy caro aprender la lección. Heridas profundas. Lágrimas aún frescas.
Ahora prefiere las teorías bioquímicas y eléctricas. Le agrada la idea de su cerebro estimulado por la alquimia de otro cuerpo. Reconoce que hay pieles que incitan sus sentidos. Y disfruta hasta el delirio del campo magnético que genera la fricción acompasada de las ansias. No ignora los riesgos, por ejemplo: la adicción que genera el dejo de tabaco de una lengua habilidosa.
Soledad se sabe aún vulnerable. Sin embargo, no habla de amor... prefiere dejar que las voces desde el iPod lo hagan por ella y cuenten las historias que no habrá de escribir.
Mónica Morales Rocha


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