09 noviembre 2007

México de fábula.

México son dos: el México actual, que nada en la red y conoce de iPod´s y juntas empresariales con franquiciatarios y el México que está formado por un infinito entramado de fábulas y leyendas, muchas de las cuales forjan nuestra identidad. De ese México del pasado, del hecho de pequeños cuentos, yo recuerdo algunos de los que oí en mi infancia. La mayoría de ellos en boca de mi abuelo, pero muchos otros más por conducto de gente que fui conociendo en lo que llevo de vida.
Esas leyendas, ahora que crecí, aprendí que son muy importantes en la historia de nuestro país, que llevan la tradición viva de todos nuestros pueblos que son hoy un mismo pueblo. Y por esto quiero rendir un tributo, a través de Meretrices, a estas historias, algunas simples, otras complejas e impresionantes pero todas de igual valor e identidad de nuestro México. Pretendo, si me lo permite el lector, a partir de este número y cada dos meses dar a conocer una o dos historias de las que abundan en nuestra tierra mexicana.
De las dos leyendas que escribo en esta ocasión, la primera forma parte de una cantidad casi infinita de relatos que narran la historia del maíz (alimento sagrado en México) y que forma parte de une etapa oral muy antigua en la que el nacimiento del maíz aún no era tan detallado como en etapas posteriores, sino que se trata con una simpleza que se nota como un producto de la economía oral; la segunda historia contiene una moraleja sobre los valores ignorados.


Leyenda del maíz


Una vez, cuando los únicos habitantes de la ciudad de México eran pueblos sin raíces los campos se secaron y la gente repentinamente no tenía nada que comer. Un día vieron en un árbol un pájaro cubierto de plumas rojas y amarillas, los hombres querían matar al pájaro porque creían que tal vez era un presagio de los dioses.
Algunos días después hallaron debajo de este mismo árbol una planta. Primero la planta era muy pequeña pero después vino a ser más grande. Los habitantes de México la cuidaron y hallaron al fin entre sus hojas una bonita mazorca de granos amarillos. El feje dio un grano a cada uno de los hombres; éstos los sembraron y después de poco tiempo cada cual tenía muchos granos. Después descubrieron que el pájaro que les trajo los granos era el pájaro del paraíso.


El regalo de los dioses


Kukulkán, Dios de los mayas, llamó un día a su pueblo: –Quiero dar a mi país un regalo, un buen regalo –dijo el dios–, vayan ustedes a buscar por todas partes un buen regalo para mi país. Tráiganme cada uno un regalo y mañana voy a escoger el que más me guste.
Salieron los hombres, sabían que era difícil encontrar un buen regalo, pero también sabían que era necesario buscarlo. Y así los mexicanos fueron al mar, a las montañas, fueron a los bosques y a los campos. Querían encontrar un regalo para su país.
A la mañana siguiente el dios los llamó. Unos nativos trajeron fruta, otros oro y plata, algunos trajeron el agua de los ríos y otros más hermosas flores. De los bosques trajeron maderas y del mar perlas.
El dios miró todos los regalos: el oro, la plata, las flores, las frutas, las maderas y perlas.
–No me gustan el oro y la plata –dijo el dios– porque hacen soberbios a los hombres, las flores, las maderas y las frutas no me sirven, porque hacen perezosos a los hombres, los ríos no sirven a mi país, porque el sol es caliente y pronto se secan los ríos, Y usted, ¿qué trajo? –Dijo el dios a uno de los más pobres hombres.
–Yo, señor, sólo esto –contestó el hombre que traía un plantita.
–¡Un maguey! –Dijeron unos.
–No –dijo el indio–, no, es una plantita que encontré en una parte seca. Un espíritu me dijo que dentro de sus hojas tenía unos hilos blancos y suaves que eran como hilos de oro.
–¿Hilos de oro en esa plantita? –gritó el dios.
El pobre hombre arrojó al suelo la plantita y el dios salió furioso.
Pasó el tiempo, la planta echó raíz y creció. Era una planta de hojas largas como las del maguey, pero más estrechas. La planta creció y luego, después de algún tiempo, los campos estaban cubiertos de ellas. Un día una mujer cortó unas hojas y dentro de ellas encontró unos hilos blancos y suaves: ¡eran hilos de oro!
–Miren –gritó la mujer–, miren lo que encontré.
Todos los indios comenzaron a trabajar con aquellos hilos y al fin, hicieron con ellos petates. El pueblo quedó tan contento que comenzó a cuidar las plantas. Después de algunos años tenían plantas muy grandes. Así dice la leyenda, porque la plantita que encontró el pobre hombre humilde era una planta de henequén.

IXTLAYOLOTZIN

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