09 noviembre 2007



Tirano en ciernes




Este es el principio del cuento. En los próximos renglones encontrarán un esbozo –necesariamente tendencioso o parcial– de una historia (está de más añadir que es ficticia) que el lector podrá catalogar como digna de ser contada o fácilmente rechazará sin mayor remordimiento.
Esta historia arranca con un cinematográfico flashback, que nos sitúa temporalmente en la infancia de nuestro personaje principal de nombre Uriel. Uriel tiene por el momento apenas diez años, pero el origen de las gruesas gotas de sudor frío que recorren su frente se encuentra en el miedo de verse descubierto y acusado por lo que hace unos segundos acaba de hacer. Este sentimiento primitivo, sazonado en secreciones instintivas, hace demorar la llegada del arrepentimiento o la culpa, estados del alma mucho más elaborados. Sus piernas, por lo pronto, se encuentran temporalmente inhabilitadas para huir. No es este el miedo del cavernícola que de pronto se ve acechado por un par de depredadores ávidos de carne, es el miedo de quien inesperadamente se ve convertido en tigre dientes de sable.
Me salvé, piensa Uriel. La sentencia: (¡FUE ÉL!), que Ariadna debió de haber pronunciado se desquebrajó entre el sollozos infantiles y no logró llegar a los oídos de la maestra Rosita y las compañeras que acudieron prontamente a auxiliar y levantarla del suelo, tratando de aliviar un poco el dolor, pero sobre todo, de encontrar al culpable del inefable acto.
Esta escena se lleva acabo en el patio de la escuela en que los implicados estudian el quinto grado de la educación primaria (¿Cuántas rodillas sangrantes han visto estos viejos patios de escuela?). Que el lector logre desarrollar una imagen que ambiente y sirva de escenografía a estos sucesos no debe de ser difícil: ¿quién no alberga recuerdos felices de la escuela primaria, o muchas veces tristes o amargos? Incluso puedo aventurarme a decir que muchos han llegado a estar inmersos en una situación parecida. El lector más suspicaz es libre de especular sobre el carácter autobiográfico del párrafo anterior.
Me salvé, pensó Uriel hace veintidós años. Ahora resulta en vano cualquier grito para pedir auxilio; mucho más inútil blandir exclamaciones acusatorias.
Estamos ya, de súbito, en la escena principal (y final) de esta historia.
Ahora es de noche. Y basta con señalar el carácter nocturno de la situación para que el lector más impresionable dé rienda suelta a su imaginación y revista esta narración con los más profundos miedos que sólo esta atmósfera tenebrosa y oscura sea capaz de desencadenar. Pero si el simple hecho de la hora en que estamos, con la luna en todo lo alto, no logra por lo menos aterrorizar hasta la muerte al lector más temerario, tengo que añadir que nos encontramos en medio de un bosque sombrío e impenetrable, hábitat de infinidad de malévolas criaturas que penetran en el bosque con un coro siniestro y sepulcral. Multitud de rojizos ojos guareciéndose detrás de los árboles, a la espera.
En medio de la nada nos encontramos. O mejor dicho: se encuentran ambos, Uriel y la Ariadna en turno.
Solos.
La situación en esta noche es particular: de no ser por las heridas, las laceraciones en el bello rostro de ella (desafortunadamente una palidez cadavérica se ha apoderado de él) y por las manos atadas por la espalda, nos resultaría difícil guiarnos por la expresión en sus rostros. Imaginándolos así difícilmente podríamos distinguir victima de victimario. Ella y él; El o ella; Uriel o la nueva Ariadna.
Es esa cara de nuevo. Esos ojos con lágrimas encendidas. La boca titilante.
Este es un cuadro poco digno de una relación social por lo menos aceptable, pero cabe añadir que no hay aquí nada nuevo para Uriel.
Para perfilar con profundidad y eficacia un cuadro en que el rictus de dolor se hace presente a la par en la victima y en su futuro asesino, y más aún después de asegurarles que Uriel está en control total de la acción y en el fondo me aventuro a afirmar que lo está disfrutando, el autor se ve en la necesidad de interrogar a los actores de esta historia con el fin de indagar en los estados anímicos y motivaciones psicológicas que den al relato un antes, un durante y un después verosímiles. Pero es aún más importante que el autor establezca un proceso de autoexaminación por el cual se pregunte a sí mismo el porqué de las trayectorias que ha escogido para sus personajes o en un caso extremo se cuestione si es capaz de llevar a cabo tal narración. En este caso en particular, después de un verdadero examen de conciencia creo que soy incapaz de encontrar el hilo conductor que dé coherencia y ligue los dos sucesos descritos aquí. Tal vez ha llegado el momento de abandonar la narración y dejarla en voz de un tercer personaje, el cual debe de ser capaz de hacer las preguntas adecuadas y si es necesario obtener las respuestas a toda costa.
Al casi omnipresente personaje por el cual he optado, habrá muchos a los cuales les gustaría vestirlo de rojo y adornarlo de cuernos y cola. Personalmente me decanto por las descripciones menos bucólicas de este indeseable protagonista. Imaginemos a un sofisticado gentleman sentado en la sala de la campestre cabaña degustando una copa de buen vino, esperando el momento en el que Uriel arrastre hasta ahí a su víctima y tenga que aconsejarlo para llevar a cabo la estocada fatal con el buen gusto y el tacto requerido para la ocasión.
Sólo mediante la intervención de esta representación tan completa, compleja, vetusta o contemporánea pero siempre entrañable del Mal, podríamos comprender por qué Uriel se encuentra convertido en asesino y torturador de mujeres.

…fue el frágil equilibrio con que Ariadna brincaba y corría entre las piernas de sus amigas lo que lo llevó a meter el pie en su camino. Nunca lo había hecho y el arrepentimiento se manifestó categóricamente sólo con poder ver las consecuencias. No creo que tuviera un particular odio para con ella; de infantil travesura no pasó. Pero de esta travesura a ser el perpetrador de inenarrables torturas y suplicios a una joven que apenas acaba de conocer horas atrás, hay un insondable trecho…

Nuestro infernal narrador sería idóneo para buscar en lo profundo de Uriel y encontrar qué es lo que forma a un serial killer; el cómo, el cuándo y el porqué.

Podría empezar por hacer una disertación sobre la genética de los asesinos; buscaría en su ADN hasta el cansancio una clave para descifrar el enigma, para después continuar y atribuir las excepcionales cualidades del asesino en serie a las circunstancias, a la crianza, al trato paternal, al ambiente de desasosiego, (largo etc.,). Consumaría mi búsqueda y en un intento de honestidad podría confesarme culpable de la situación:
Soy yo el que sostengo y hundo la daga, el que mete las zancadillas, el que escupe y viola, el que arrastra y humilla.

Sin embargo, al final nuestro narrador optaría por resumir el relato en una simple frase:

Si Ariadna hubiera dicho ¡FUE ÉL!...

Si Ariadna hubiera podido (o querido) decir FUE ÉL esta historia no merecería ser contada. No pasaríamos de encontrarnos en una escena en el hogar de Uriel a los diez años. Después de que el recado de la maestra Rosita hubiera llegado a casa de los Martínez, unas cachetadas y un monumental regaño paternal hubieran tratado de enmendar la recién inaugurada carrera de Uriel como abusador de niñas.
Un cuadro muy común, sin méritos de convertirse en historia de suspenso.
El nombre de Uriel se hubiera quedado escondido en el tintero del autor, esperando el momento adecuado para etiquetar y reconocer a otro personaje, posiblemente de carácter diametralmente opuesto: podría ser un banquero o un pirata o alguien comiendo un helado en una banca o un piloto a punto de saltar del avión en llamas o un policía o un ladrón o tal vez serviría como astuto acrónimo (Unión Revolucionaria Insurgente de Estudiantes Libertarios).
La misma suerte correrían Ariadna y Rosita. Al de los cuernos puedo asegurarles que lo encontraremos en otro lugar con uno de sus múltiples nombres. Detrás de un banquero, al abordaje con el pirata, convenciendo al terrorista de poner la bomba en ese avión, saboteando el mecanismo del paracaídas, corrompiendo al policía, convenciendo al ladrón, pervirtiendo el levantamiento insurgente del U.R.I.E.L, en pos del hombre y su helado o en la pluma del Tirano escritor.
Este es el final del cuento. Después del punto final todo lo que puedas encontrar está fuera de mi tiranía.




Emmanuel Arriaga Varela

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