17 febrero 2009

HISTORIA DE UN GRAN AMOR

Se reflejan las luces de los candelabros en el agua; se veían tan apacibles cual si fueran un ardid de mariposas hipnóticas bailando al compás de la música que suena al fondo con ritmos armoniosos. Sentía el frío en su piel y esa sensación que carcomía su cuerpo desde adentro. Se convencía a sí misma que la espera con la que vestía su alma, pronto sería arrancada de tajo para no volverle a hacer compañía; recorría mentalmente una y otra vez toda su estampa, usando zapatos amarillos de encaje con hilos negros entreverados que rompían la monotonía, el vestido largo de crinolina muy almidonada y ajustado al talle, el cuello partía de la cuarta costilla y abrazaba sus hombros y su espalda, era de seda blanca partido en forma de “V” con una flor negra de fino encaje al centro. Usaba guantes blancos largos a un cuarto de cubrirle por completo los brazos, el cabello negro profundo en donde su mirada tierna se extraviaba en un universo inexplorado por ojos extraños… Sus oídos encuentran los sonidos de la orquesta que sin descanso suena al fondo de los gruesos muros hechos de rocas, conectados por corredores que cual si fueran venas van de una sala a otra; recorren por completo la fortaleza que culmina en la armería donde los soldados montan guardia de vigilancia, el viento sopla más fuerte en la ausencia de muros y al pasar por las bocas de los cañones silva anunciando su presencia de vigías en el puerto. Son los ojos que ven al horizonte y que escupen bolas de metal que iluminan el firmamento nocturno, mientras los soldados corren de un lado a otro con la consigna de luchar por su patria.

El cian del cielo se funde con el mar con apenas destellos arrancados a la luz, los arbustos son su confidente, puede sentir como arañan suavemente su piel, dejando apenas ver entre las hojas las siluetas que danzan en abrazos simulados. Su estomago revolotea y su corazón da un brinco desbocado cuando a lo lejos escucha los cascos de los caballos que tiran de los carruajes. Ya lleva un buen tiempo escondida en la penumbra, y cuando más palidece su semblante por el frío, el cálido toque de una palma la hace voltear y ver su imagen reflejada en los espejuelos… Él, caballero de estatura elegante, ataviado con la finura del mejor casimir francés, con un austero moño que rodea el cuello de algodón almidonado. Al mirarlo de frente no puede menos que sentir cómo la adrenalina recorre vertiginosamente su interior; es él, la espera eterna se vuelve dicha, el amor que les une es tan grande que se juran jamás separse, su funden en un abrazo como el cielo en el mar. Como el horizonte se pierden de las miradas indiscretas ajenas a aquel sentimiento. Ella lo recorre con la mirada desde abajo y mientras lo hace puede sentir cómo tiemblan sus rodillas de emoción… Él toma su cara en sus manos y la eleva para besar sus labios. Al llegar a contemplar aquel rostro que tanto esperó, encuentra en su mirada serena un remanso lleno de amor, su amor, hombre inteligente, prudente y valiente que llevó a la patria a llenarse de gloria. Y mientras la dicha los consume, la patria también es abrazada por disturbios y traiciones; de pronto gritos, carreras de hombres y de caballos se vuelven uno. Él toma su mano y corren a esconderse, se deja guiar por la fortaleza hasta que de pronto zumbando cual insecto hambriento, en su pecho siente una mordida despiadada. Él recuesta su cuerpo en sus piernas mientras ella siente cómo un calor intenso es excretado por su piel. Elevando la mirada puede descubrir al fin el rostro que tanto ama y que la luz de la luna le permite contemplar, es Ignacio Zaragoza, su gran amor; sus ojos se cierran llevándose el rostro de su amado empapado en lágrimas, nunca más lo volverá a ver.

Al doblar la esquina puede sentir una extraña sensación en el alma y el corazón le brinca rítmicamente agitado. Se van descubriendo poco a poco los muros de San Juan de Ulúa, los corredores cuentan sus secretos con voces silenciosas, mientras el guía no deja de hablar. A cada paso se adentran más hasta llegar al puente que cruza el agua salada como las lágrimas que vertieron sus ojos un día. Descubre que ya había estado en ese sitio que jamás había visto, los reflejos en el agua ciegan sus ojos pero iluminan su memoria, juraba que ya conocía el lugar y pudo ubicar cada bartolina y cada personaje ilustre que dejó su paso y parte de su historia en la nuestra.
Aún sin entender qué pasa, se marcha contando cómo ya conocía el lugar en una época posterior al porfiriato mexicano.

Al pasar de los días recorriendo museos, llega al museo militar en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Visita a las diferentes salas manteniendo su mente ocupada. Las imágenes se van posicionando una a una, los muros lucen cual medallas militares, retratos en marcos fabulosamente decorados. Y ahí, en un pequeño muro con austera moldura, encontré aquellos ojos llenos de amor que lloraron por mi ausencia un día, me miraba apacible, tierno; se que aún me espera aunque mi nombre hoy sea otro y mi vestido no sea de encaje y de seda.

Carmen Dolores Murillo Muñoz
Guadalajara, Jalisco 22 de febrero de 2008
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Diosa Urbana

Por ahí dicen que el pavorreal es el animal más vanidoso después del hombre.

Ayer pero de hace varios años, mientras caminaba por la av. Alcalde, el sol era un completo energúmeno, no recuerdo que antes se haya comportado así. Los camiones dentro de sus entrañas transportaban a la gente, la ciudad gritaba como una loca despavorida, las prisas de las personas transmitían la voracidad por caminar casi corriendo. El estar dentro de esta jungla urbana me había hecho un robot, pero sobre mi hombro ella me rozó con su mano, iba a mi lado a la par de mí, esa mujer despampanante, quién la ignoraría; esa fragancia era a ese perfume caro que sale en las contraportadas de las revistas de espectáculos. Hasta la papera del rebozo azul, esa que está en la esquina de Arista, se dejó llevar por la fragancia.

Ella caminaba con unos movimientos que incitaban a ultrajarle las pomposas caderas, su torso se contorsionaba y los dos volcanes mellizos anunciaban una erupción. Yo me detuve un poco para observar calmadamente su gran fisonomía trasera. En mi mente me preguntaba qué no haría con esta diosa urbana. Era raro el ambiente, la calle de Alcalde parecía una corte inglesa, aquellos transeúntes se habían convertido en un instante en lacayos vulgares, que le abrían paso como lo que es, una verdadera reina, y yo su fiel mayordomo. Me enfurecía el que los demás la admirasen y los coches con gran estruendo tocaban el claxon al verla pasar. La calle era Jesús García y el taconeo que provocaba el golpetear de sus zapatillas con el asfalto marchaba al compás de los latidos de mi excitado corazón.

Sé que nunca he sido un Don Juan y que en mis años sólo he tenido una novia, y eso fue en la secundaria, pero que más da, lo mejor es olvidarme de esas diminutas cosas. Ahora lo que importa es que el cielo se ha nublado y solos estamos yo y ella, aquella espalda cubierta solamente por esa cabellera negra, y el aroma que seguía revoloteando en mi nariz. Esta traidora mente ya hacía de las suyas, me decía: “háblale Jaime, tú puedes, háblale… no pierdes nada”. Estos pensamientos fugaces inundaron mi ser. Ahora un pensamiento me hacía contemplar una vida futura. Me imaginaba con ella, con esa diosa urbana, y con tres hijos y ella a mi lado; después de haber salido de misa de la Merced nos sentamos en la Plaza de Armas a degustar una nieve Bing, los niños corrían entre las jardineras y ella me miraba con su rostro hermoso, tal vez es un presagio de mi vida futura. Sin duda alguna le hablaré y tendremos una vida maravillosa.

Volteé hacia mi alrededor, ya el sol había vuelto y seguía quemando con sus rayos, sin ni siquiera dispensar el momento. Yo terminaba de echarme ánimos, me decía a mí mismo: “vamos Jaime, vamos, tú puedes, es toda tuya, nadie se opondrá a tu felicidad”. Entonces me acordé de los partidos de la selección, de aquel estruendo del ¡sí-se-puede! ¡Sí-se-puede!

Ya llevo caminando a la par de ella tres calles y miro cómo me ve de reojo. Ella sabe que yo la miro y que camino a su paso, por momentos camina a prisa y yo la sigo en su rápido camino. De repente se para, así nada más de tajo, y yo me agacho y disimulo con las agujetas de mis zapatos.

Presiento que tal vez ella esta desesperada por que yo le hable, a lo mejor ella también se enamoró de mí como yo de ella: a primera vista. Es ahora o nunca, rezaré un padre nuestro, y zas, me le lanzo, ya debo afrontar mi destino porque lo tengo enfrente de mí, ya no perderé más tiempo, además el sol quema re gacho. Pero ¿cómo llego? Si le digo “buenas tardes” sonaré como un anciano. ¿Cómo le hablare? Debe ser una forma que no suene como galán de balneario. Así que eso de hablarle de “hola mi amor” o “qué tal mi reina”, tampoco es buena idea. Bueno, aunque la última frase es la que usa Armando en los antros, y vaya que le da resultado. Sí definitivamente esa será la estrategia para hablarle.

–Hola mi reina. ¿Sabes? Te vengo siguiendo desde hace ya 6 calles y pues la verdad es que…

–Policía… Policía, ayúdenme por favor.

–¿Qué es lo que te pasa m´ija? ¿Por qué le gritas a la policía?

Yo la verdad no sabía por qué, pero en eso que llegan dos patrullas y la gente empezó a rodearla, y que un pinche policía le pregunta a mi diosa urbana:

–¿Qué le pasa señorita, en que podemos servirle?

Hasta raro era de que así tan rápido se parara la policía, y más hablando con cordialidad. Pero la verdad a mí me dio coraje que nomás le viera los pechos, y que ella le dijera: “mire oficial, ese naco me viene siguiendo desde hace rato y me quiere asaltar y manosear”.

¿Tú crees? Yo jamás hubiera querido hacerle esas horribles cosas. Y pues toda la gente chismosa que… ya vez cómo son. Que gritan “agárrenlo”. Yo creía que me linchaban, pero no fue así, que me trepan a la patrulla. Yo no sabía que decir la puritita verdad, y pues todos me miraban. Yo vi a mi diosa urbana llorando en lo hombros de una señora de mandil verde, y ella me miraba como nunca antes me han mirado las mujeres y que jamás podré borrar de mi mente.

Ya ni sé porque estuve en el bote, pero fueron varios años en el Puente Grande. Ahora estoy aquí en el mismo lugar, la Av. Alcalde y Arista, con la ilusión de volverla a ver y decirle, ahora sí lo que le tengo que decir.

José Agustín Zamora

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