18 julio 2009

Un trago entre la vida y la muerte

¡Qué no se escape ese hijo de la chingada! ¡Qué no se escape cabrones! ¡Hay que darle en toda la madre! ¡Vas a sentir la verga! ¡Ya te cargó la chingada cabrón!

Veloces zapatos raspan el suelo y rozan el aire caliente, levantan tormentas en charcos, sumen en la tierra los pensamientos de José, pisan sus talones.

La sangre como perra rabiosa transita vertiginosa por todas sus arterias. Los hombres tras de él, navajas, tubos y palos tras su sombra y el recuerdo sobre su angustia.

Sobre las banquetas los rotos Converse negros temerosos pisan manchas de grasa; botellas de plástico, viejos carteles y colillas de cigarro. Se detienen en una esquina donde el vapor de la reciente orina de un perro sube hasta las fosas nasales de José “Malamadre”. Su garganta se mueve como culebra, el líquido de la pequeña garrafa que sostiene su mano izquierda hierve en su interior en espera de aplacar su ansiedad.

Los camiones transitan, engordan la avenida, el negro humo de sus escapes forman remolinos bajo las llantas, levantan polvo, papeles, historias.

Su temblorosa cabeza se mueve hacia los lados con rapidez nerviosa; su frente comienza a brillar, un hilo de sudor empieza a correr hasta convertirse en una gota que columpia en la punta de su nariz. Vuelve a beber, cierra los ojos, le viene al pensamiento la primera vez que vio a aquella hermosa y misteriosa mujer en una revista de bellezas mitológicas. Recordó cuando la tomó entre la podredumbre de aquel contenedor de basura a orillas de la ciudad, la gran impresión que causó en él, una sensación y un deseo jamás experimentado.

Los momentos, los días, los meses, los años que el alcohol dominó su vida, si nunca hizo daño a alguien, tampoco hizo bien a nadie.

Su mente se volcó a aquella vez en la oscuridad de la madrugada, en lo recóndito de la ebriedad y el sueño cuando la hermosa aparición le brindó sus senos desnudos, sus húmedos labios, el calor de su cuerpo y sus tersos y amorosos brazos. Los momentos eternos, llenos de amor, de consuelo, de desesperación reprimida. A él, que nada le había ofrecido la vida.

Recordó la promesa hecha a las palabras de aquella diosa quien prometió que para estar con ella toda la eternidad sólo tenía que tributarle un diminuto deseo, algo que era muy poco pero de suma importancia para su amada: Reconquistar la fe, que como él, antes le habían tenido. Le demandó una prenda, una falda, una nagua hecha con brazos humanos, una pollera cocida con extremidades de mujeres puras.

Tenía que cumplir aquella promesa, no podía dejar evaporar la posibilidad de ser feliz, la única en su estacionaria y gris vida. Sabía lo que acarrearía cumplir una promesa de esa magnitud. Lo pensó pero no quería encontrarle el lado oscuro. Haber encontrado el amor lo justificaba todo.

En sus oídos le taladraban los gritos, golpes y lloros de las casi niñas que sacrificó en pago a su promesa de amor: Bajo sus párpados vio las manos en el cuello, sus manos ensangrentadas entre las piernas de sus elegidas, sangre que constataba la pureza. Los cuerpos desmembrados; los murmullos, las pláticas, los rumores, los chismes y las amenazas de linchamiento.

Recordó cuando después de hilar ocho brazos, su amada le pidió adornarla con dos serpientes en los extremos: la medallita que guardó de una de las sacrificadas y que entregó como pago de las dos serpientes, la cara de la vendedora de chueco, cuando lo reconoció, su grito, los furiosos hombres tras de él, el hombre que mató en su huida, la noche arrinconado bajo el puente, los relámpagos y la lluvia afuera, la mirada del amigo que lo ayudó, las húmedas ratas correr entre sus piernas, los perros que iracundos le ladraron cuando intentó orinar, el oscuro amanecer, el violento temblor en su cuerpo y la ansiedad que lo obligaron a salir en búsqueda de alcohol.

Unos gritos lo hacen saltar, abrir los ojos, la garrafa cae de la mano, rebota en el suelo. Los Converse levantan lodo, resbalan, tropiezan, se voltean.

¡Qué no se escape ese hijo de la chingada! ¡Qué no se escape cabrones! ¡Hay que darle en toda la madre! ¡Vas a sentir la verga! ¡Ya te cargó la chingada cabrón!

José “malamadre” cae, un mundo de zapatos impactan su cuerpo, las navajas se hunden en su carne, salen y entran, los palos se astillan en su cabeza, medianos trozos de piel escapan de su cuerpo, sus párpados se inflaman, no puede abrirlos, por una estrecha herida en uno de ellos logra ver, una ola de tiernos y escamosos brazos que lo esperan.
Obed González
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¿QUIÉN LO HIZO?

Pensé suicidarme, pero para eso, primero tengo que sentirme muerto.

Miraba pasar la noche por la ventana, las luces encendidas de la ciudad, cuánta gente y qué cosas diferentes estarán sucediendo. Los automóviles pasan sin cesar y con el ruido no puedo concentrarme; el calor es insoportable. ¿Cómo podría aflojarme el nudo de la corbata si horas antes había colocado estas malditas esposas en mis pies y manos? Tampoco tengo la suficiente fuerza para aventar la silla y acabar de una vez con todo. Entre el miedo y el valor existe este vacío que podría dejarme caer en las fauces de la muerte. ¡Pero qué pendejo soy! Si por lo menos hubiera abierto las ventanas o apagado la luz para que no me calara tanto el calor en la cabeza.

¿Cuánto tiempo llevo aquí colgado? ¿Cuatro horas quizá? No puedo terminar con esto, creo que va a amanecer y como siempre mi madre llegará a fastidiar y despertarme de un agradable sueño, ¡Siempre con su estúpida letanía de niña idiota!
-¡Anda Iván, ya levántate, que se te hace tarde!

No podrá inventar otra cosa. ¿No sé?,¡Levántate ya hijo de la chingada! o ¡Pinche huevón levántate!, pero siempre es lo mismo. El susto que se va llevar cuando crea que me suicidé, ¡Ja, ja, ja!, no puedo reír ni siquiera un poco. ¡Qué pinche suerte tengo! Cómo me lastima esta maldita soga, ya se me entumeció el cuerpo de tanto estar parado.

Está amaneciendo, se oye ruido en el cuarto de mis padres, ojalá se apuren para que me desaten. Ya abrieron su recámara, seguro que mi madre se dirige a bañar..... Así es, no podía fallar, ahí está la regadera sonando, dejando caer el agua como si con eso lograra limpiar por completo su cuerpo. Al fin salió del baño y entró a su cuarto, cómo hace ruido con ese closet, ya estuviera perturbando mis sueños.

Por fin, ahí viene. A ver si no se desmaya de la impresión, me gustaría verle la cara para poderme reír, pero por desgracia mi espalda da a la puerta.

Cuando entró, escuché un fuerte grito que hasta a mí me asustó.

-¡Iván! ¡Iván! ¡Hijo!...., se recargó en mis piernas y me jaló hacia abajo, sentí como mis músculos se desgarrón con la tensión, me estaba asfixiando y para acabarla de chingar no podía hablar y ni siquiera chiflar.

-¡Iván! ¡Iván!- no deja de llorar, ojalá no se le ocurra mover la silla porque me muero, su llanto sigue ¿Por qué no para de gimotear y me mira a la cara, así descubrirá que no he muerto?, por lo menos le guiñaría un ojo o le haría un gesto extraño como los que ella hace. Siento miedo y no puedo hacer nada.

Inmediatamente entró mi padre, no se tardó ni diez segundos después del grito de mi madre y eso que él duerme como piedra. ¡Se ha de haber asustado mucho!

- Levántate, ya pasó, ya pasó, quizá tenga horas ahí colgado, ya no llores, no llores, todo terminó.

Sentía cómo mi papá quería retirar a mi madre del suelo, ¡Dios mío! ¿Por qué no se les ocurre verme a la cara? ¡Véanme chinga! ¡Estoy vivo!- gritaba en mi interior y no podían escucharme; tenía mucho miedo.

Los jalones se hacían cada vez más fuertes, la silla se movía cada vez más, ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, que no mueva más la silla, si tan sólo pudiera hablar, si tan sólo...
Israel alvarado,
México, d.f.
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El abrazo
El horizonte se tiñó con sutiles tonos violetas y púrpuras anunciando el fin del día y reflejándose en el hermoso lago, dándole la despedida. Éste no cesaba de ondear fuertes olas que producían una brisa que se fundía con mis lágrimas al venir a mi mente algo que pasó hace treinta años, aunque el momento parece que ocurrió ayer; está tan claro que aún sigo creyendo que es lo mejor que puedo hacer.

Su cuerpo muy delgado, pareciera que el traje de piel le quedaba grande, tan grande que los pliegues se juntaban en varias partes del cuerpo, los huesos se transparentaban al grado que podía contar las costillas.

La piel blanca, muy pálida colgaba de su rostro y se arremolinaba sobre su cuello. Las orejas se veían más grandes, pareciera que habían crecido. El tono grisáceo del pelo había desaparecido. Ahora todo era como una madeja de hilo de plata muy brillante.

Empezó a agitarse su respiración. Lo tomé de la mano y al momento sentí como un shock eléctrico, pareciera que hubiéramos entablado una conversación en silencio.

Yo exponiéndole mi gran dolor al verlo ahí semanas, meses. Su estadía cada vez más deplorable. Sólo lo había mantenido vivo esa zonda que filtraba el líquido de vida, si se podría llamar así, ya que él permanecía siempre en la inconsciencia.

Lo más triste era su situación física, pues abundaban en su espalda llagas que los enfermos tienen cuando duran mucho tiempo en cama. Al limpiarlas pareciera que se abonaban y cundían cada vez más por varias partes de su cuerpo.

La brisa no cesaba y bañaba mi rostro, mojándolo con esas lágrimas que nacían del alma inundando mi espíritu y mis años de angustia.

Él siguió con su respiración cada vez más acelerada. Yo le hablaba, gritaba en silencio y pedía perdón por no haberlo comprendido. Ya era demasiado tarde. Al verlo ahí, brotaban mis lágrimas pues habían entendido la lección. Me di cuenta cuán grande su amor de padre fue, siempre estuvo ahí, y yo lo ignoraba; todo me lo había dado y muy despectivamente lo tomé.

Su respiración se agitaba y empezaba a emitir un sonido en su garganta que no podía contener como si su sistema se estuviera cargando y quisiera expulsar su vida misma.

Su habitación era muy clara. Se notaba la huella de su cuerpo rígido sobre la cama, acalambrado por cambiarlo tanto de posición, totalmente engarrotado, no se podía mover. Sobre su lecho colgaba un crucifico al que le preguntaba por qué tenía ese sufrimiento, si eso merecía aquella persona que parte de su vida la dedicó a trabajar para dar a su familia algo mejor. Vienen a mi mente aquellas hermosas huertas de mangos al lado del ojo de agua llenas de plantas de café y el esplendor de la naturaleza que nos heredó.

La habitación estaba inundada con el olor característico a suero, alcohol, sudor y toda una mezcla de la enfermedad.

Yo le murmuraba en silencio, alguna vez lo hacia en voz alta para ver si reaccionaba a mi súplica, a mi arrepentimiento. Vienen a mi mente muy pocos recuerdos. El que más me hiere e incomoda, que quisiera que el tiempo volviera atrás; qué no daría para cambiarlo, fue aquel pequeño trozo de vida. Lo recuerdo claramente, él sentado en una silla de madera preparando los granos de café, trató de abrazarme, quizá con ese abrazo decirme cuánto me quería. Yo me zafé y salí corriendo pues en la familia no se usaban los abrazos, así que me fui lejos y siempre permanecí así.

¡Cómo me hubiera gustado tener ese abrazo que después de tantos años añoro y jamás podré tener!

Su agitada respiración iba en aumento. Recuerdo aquellos momentos en que me hablaba y me decía que yo sería un buen muchacho, aunque muy dentro de mí sabía que jamás me compararía a mi hermano que fue se adoración; con él sí pudo compaginar y quizá parte de su enfermedad fue su muerte tan trágica pues desde entonces enfermó.

El sonido de su respiración se aceleraba mucho más. Yo no sabía si llamar a mi madre y hermanas pues creía que si lo dejaba un momento cuando regresara ya no estaría aquí. Así que vacilé y seguí a su lado.

Seguí tomándolo de la mano, apretándolo. Su respiración era ahora tan agitada que pareciera que toda su energía estuviera reunida en su garganta y tratara de salir. En un momento su respiración fue tan fuerte que sentí como si expulsara su alma y escapara de su cuerpo. En seguida vino una sombra que recorrió todo su ser llevándose con él todo el calor de su cuerpo. Empecé a sentir su mano tan fría, luego un rictus apareció en su rostro, todo había terminado. Cesó la respiración, su cuerpo quedó inmóvil y muy frío. Al verlo así sentí que estaba descansando.

Hoy trato de mantener ese huerto de mangos pues él vive en mi mente en cada hoja, en cada fruto del nogal, en cada grano de café y cada vez que florecen sé que está ahí de nuevo, diciéndome que la vida es hermosa. Ahora, cada flor es un abrazo que él me brinda.

Alejandro Martínez

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