19 agosto 2009

Arte sin significado

Dicen que los chinos inventaron el mundo, los japoneses lo procesaron, los árabes le dieron sentido, los griegos le pusieron nombre y los norteamericanos lo comercializaron.

Es un chiste de humor negro, pero nos da a entender que la búsqueda de significados tiene rutas que hay que seguir para poder darle sentido a algo.

Tal es el caso de la palabra y la acción de arte, que para nosotros es un sustantivo ambiguo que suele aplicarse en género masculino cuando es singular y femenino cuando es plural. En la más remota antigüedad no existía esa palabra. En el Oriente se entendía que había personas y familias que se dedicaban a una actividad hasta que la transformaban en un oficio.

Egipto se convirtió en el centro cultural del Oriente, donde los oficios –desde el ser faraón hasta labrar la tierra- eran el producto de la experimentación, gracias a la aplicación de métodos científicos y prácticos hasta obtener la experiencia, o sea, la facultad de realizar actividades con mayor facilidad y poder transmitir el conocimiento adquirido.

Los antiguos griegos, navegantes por necesidad, tuvieron contacto con la grandeza egipcia y, en general con el Oriente. De sus viajes y roces con aquellas culturas milenarias obtuvieron el conocimiento para crear una cultura poderosa que fue el germen de lo que hoy conocemos (todavía y a pesar de la globalización) como Occidente.

Fueron los griegos quienes valoraron cabalmente los oficios para sustentar la urdimbre social, y sus conceptos de organización social fueron heredados a la Roma imperial que los conquistó. Es allí donde nace la palabra latina ars, cuyo principal significado es habilidad.

Desde ese remoto pasado se entiende que para ejercer un oficio se requiere adquirir una habilidad específica. Es por eso que se habla del arte de la ebanistería, entendiéndose que hay una habilidad concreta para la elaboración de muebles y piezas de madera, diferente al arte de la orfebrería del que saldrán hermosas joyas, o al arte de la numismática que labra monedas, o al arte culinario que, bien entendido, es la habilidad de esconder un crimen para poder comer cadáveres de animales, de frutas, de plantas, de semillas.

Es tan amplio el catálogo de las habilidades humanas, que no escapan al mismo la guerra, la comunicación, la política ni cualquier actividad científica, humanística, cotidiana. Por eso mismo se separó de esas artes un conjunto de habilidades que tienen un valor agregado y se les llamó bellas artes.

Se entiende, entonces, que se le llama artista a quien ha adquirido una habilidad, entendiéndose que en ella se conjugan el conocimiento, la precisión y el rigor. Por eso es artista el chef, el carpintero, el albañil, la bailarina o quienes actúan, crean e interpretan música.

Para los griegos antiguos poiesis era la capacidad creativa de las personas. Ese es el valor agregado que las bellas artes mantienen como premisa vindicativa en el concierto social. La Poética del filósofo griego Aristóteles se convirtió en un conjunto de normas para la creatividad que aún suele ponerse de moda de vez en cuando. El poeta latino Horacio sugiere en su Ars poetica la posibilidad de que las diversas formas de creación artística puedan servir como vínculo para la vida social y política.

El conjunto de las bellas artes se ha modificado en diversas épocas, ensanchándose en la actual gracias a las novedades científicas y tecnológicas. Los griegos habían hecho nacer las habilidades de la creatividad gracias al matronazgo de las musas. En el siglo XX no se consideró a la fotografía como arte porque no tenía musa, hasta que Marylin Monroe fue declarada incluso reina de las musas, de la imagen fija y en movimiento.

Ser artista es, pues, detentar una habilidad gracias al estudio, el rigor y la creatividad. Y luego, teniendo dentro de sí dichas cualidades, darles un sentido, validarlas mediante sus significados en el contexto social.
J. L. Rodríguez Ávalos

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