24 marzo 2010

LUIS


Tengo miedo, lo llevo adentro desde el día en que Luís se ahogó en la laguna. En ese entonces teníamos siete años de edad; hoy yo paso los cuarenta.

Andábamos juntos de un lado a otro; estábamos en la misma escuela, en el mismo salón, vivíamos por la misma cuadra. Ignoro cuándo nos conocimos, a lo que recuerdo siempre estuvo ahí.

No era raro vernos bajar al lago por las tardes. Nos gustaba que el viento proveniente de sus entrañas nos ondulara la ropa, haciéndonos sentir capaces de volar aún más allá de los cerros que lo abrazan. Al llegar el inicio del ocaso, perdíamos la vista observando la canoas tripuladas por pescadores alejarse de la orilla al ritmo de un compás inacabado.

Pescar nos deslumbraba, estábamos seguros que en ello se encontraba la felicidad, pues los hombres de tarraya al retorno de su travesía e independientemente del botín obtenido, tenían impresa una sonrisa en el rostro.

El inicio del fatídico suceso ocurrió cuando en una de esas visitas al lago encontramos por el camino un carrete de hilo de cáñamo verde turquesa, cuya textura se prolongaba largamente hasta transformarse en un gancho de metal platinado.

Ansiosos por nuestro descubrimiento lo tomamos del piso y corrimos hasta el margen del espejo líquido. Desesperados cogimos un gusano que temerariamente pasaba al lado de nuestros pies, lo ensartamos en el anzuelo con la intensión de capturar una carpa.
Alguna vez escuché que lo que tiene qua suceder sucede, que aunque se trate de evadirlo no hay camino ni fin distinto al que se tenía establecido con anterioridad; quizás por eso el lago se encontraba tranquilo, sereno, como invitándonos a acercarnos, al igual que el anzuelo lo hacía con los peces.

Pasaron más de dos horas desde que habíamos lanzado la trampa y el resultado continuaba en cero. Poco a poco, los tonos amarillos producto de la agonía del sol desaparecieron a nuestras espaldas, dejándonos atónitos ante la inmensidad del agua.

Los pescadores regresaban de su faena cotidiana, habiendo logrado cada uno de ellos llenar al tope su canoa con peces. Tristemente confundidos Luís y yo nos miramos mutuamente, nosotros no habíamos pescado nada. Un extraño calambre me circuló por la columna vertebral cuando Luís me dijo:

-A lo mejor es que los peces están más adentro, y aquí no vamos atrapar nada. ¿Y si nos metemos en una lancha? ¿Tú crees que podríamos pescar algo? ¡Vamos!

No podía decirle que no, Luís era vengativo, muy probablemente se enojaría conmigo y a pesar de ser amigos, con algo desquitaría mi negativa.

-Sí. Le respondí, con una pierna ya adentro de la canoa.

Tomamos los remos dirigiéndonos hacía zonas de mayor profundidad. Soltamos el anzuelo, no tardamos más de tres minutos en percibir un fuerte tirón en el cáñamo. Jalábamos intensamente, pero el peso de lo que se encontraba sujeto a la carnada nos arrastraba a lo largo de la embarcación. Luís decidido a no perder la presa enredó un tramo del hilo a su cintura, se tambaleaba; nunca tuvo miedo, ni en el momento en que estrepitosamente sus pies abandonaron la canoa para introducirse en el agua, ni en el segundo en que cansado de luchar contra el lirio que lo mantenía sumergido terminó por ahogarse.

El cuerpo de Luís no se encontró. Nadie me culpó por su muerte, es más, decían que era un milagro que yo me hubiera salvado, que yo siguiera aquí, lo que no saben es que Luís nunca se marchó.

Con el paso de los años fui tratando de olvidar dicho episodio, pero Luís permanecía al asecho evitando lo lograra. Cada noche, al encontrarse el lago quieto como un vaso con leche, el aroma inconfundible del agua con el lirio impregnaba mi habitación anunciando su llegada.

El irremediable fenómeno del desarrollo hizo presa de mi anatomía, mis emociones, mi intelecto.

Crecí al punto de dejar de ser aquel que observó cómo Luís moría. Él no comprendió este proceso, insistía en jugar conmigo. De cierta manera le agradezco no me haya dejado solo, porque siendo sincero, el fue el único con disposición a escucharme cuando lo necesitaba.

Fue durante mi ingreso a la Universidad en Guadalajara que descubrí la incapacidad de Luís para viajar conmigo, su presencia se limitaba hasta donde el olor del agua con el lirio se resquebrajaba; por eso regresé a Jocotepec cada fin de semana mientras duraron los estudios, al terminarlos decidí quedarme a vivir aquí.

La situación laboral me favoreció proveyéndome con lo suficiente como para abandonar el hogar paterno. Luís me acompañó, juntos pintamos la casa que adquirí, juntos decidimos los muebles que compré.

Todo parecía marchar por buen rumbo, pero Luís cambió el día en que conocí a Fernanda. Ella era la criatura más hermosa que jamás había encontrado, me enamoré como antes no lo había hecho, disfrutaba estar a su lado, disfrutaba de sus ojos, de sus manos, de su voz. Terminé por pedirle nos casáramos, a lo que alegremente accedió.

Cuando Fernanda llegó a vivir a la casa se le perdían las cosas, le apagaban los focos, le abrían los grifos del baño. Yo sabía que Luís era el responsable, lo regañé, por un tiempo se calmó, creo se sintió ofendido.

A Fernanda no le conté sobre Luís por temor a que se alejara de mí pensando que estaba loco, además no pasaron más de seis meses cuando felizmente me comunicó sobre el embarazo, y en ese estado tal noticia podría resultar catastrófica. Me encontraba flotando sobre la superficie ríspida que suele ser la cotidianidad, volqué mis atenciones hacia Fernanda, Luís me reclamó el abandono, no le hice caso.

Al arribar el plazo natural nació un hermoso niño al que llamamos Ariel, el corazón se me hincho de alegría, la vida era buena. Con la llegada de Ariel me olvidé por completo de Luís, creí que él también se había olvidado de mí, me equivoqué.

Justo un año después del nacimiento de nuestro hijo, Fernanda en su camioneta salió con él con destino Ajijic, para pagar la cuenta del teléfono en las oficinas de la compañía que nos proveía el servicio, pues el recibo de ese mes no llegó al buzón de la casa.

De regreso, antes de llegar a la Piedra Barrenada, la camioneta de Fernanda se quedó sin frenos, ella no se percató hasta que un trailer que venía en dirección opuesta por su mismo carril la obligó a frenar estrepitosamente para evitar el choque. Al sentir que los frenos no le respondían Fernanda viró el volante del vehículo a la izquierda tratando de esquivarle, pero la parte delantera del trailer hizo contacto con la camioneta haciéndola girar serpentinamente por los aires cayendo de lleno en la laguna.

El acta de defunción de Ariel y Fernanda dice que murieron ahogados. Los cuerpos fueron recuperados fácilmente a pesar de las grandes cantidades de lirio, debido a que el agua del lago se encontraba tranquila. Devastado, después del funeral regresé a mi casa, Luís estaba esperándome en la puerta de la entrada.

–¿Ahora sí vamos a poder jugar? Me preguntó mientras sonreía.

Tras escucharlo la sangre de mis venas migró hacía mi garganta, quise matarlo, no podía, el muy maldito...

El dolor era tanto que decidí irme de Jocotepec con la intención de nunca retornar. Han pasado algunos años desde esa fecha, hoy he tenido que volver. Del cementerio me avisaron que encontraron fuera de sus tumbas los huesos de Fernanda y de mi hijo. Los encargados piensan que algunos vándalos lo hicieron, yo en cambio sé quién fue.
Tengo miedo, mucho miedo, cuando venía del aeropuerto me percaté que el agua del lago estaba tranquila, el ambiente está impregnado a lirio.

¿Quién anda ahí?

¡Luis! …

¿Eres tú?

Raúl Contreras Álvarez

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