09 noviembre 2010

Chapalicum mare
Fernando Villaseñor Ulloa

Así como le cuento amigo, yo conocí el mar en Chapala, que tendría yo… unos seis o siete años, y pues, ya sabe que a esas edades uno quiere comerse el mundo y conocerlo de pasada.

En la casa teníamos una televisión grandota, de esas de bulbos que parecían ropero, que al encenderse tardaba mucho rato y hacía un ruido extraño, como un zumbido, los chamacos de hoy que esperanza que aguanten a que la tele se encienda tanto tiempo, mucho menos a ver el mundo en blanco y negro.

Total, que entre los comerciales de aquel tiempo bien jodían con vender viajes al mar, y pasaban en la pantalla a familias enteras siendo revolcadas por las olas, mientras los niños más pequeños jugaban en la orilla haciendo castillos con la arena.

Imagínese amigo a un pobre niño de ciudad, que la concentración más grande de agua que había visto era un charco que se hacía a unas dos cuadras de la casa en la época de lluvia, donde a escondidas íbamos los chamacos del barrio dizque a nadar.

Mi hermana la mayor (que es año y medio más grande) tenía también el deseo de conocer el “reino de Neptuno” y un día sin más ni más le dijo a mis padres:

¬¬-El flaco y yo queremos ir al mar.

Mi padre que observaba el fútbol en la tele, solamente se sonrió, pero mi madre, que planchaba en esos momentos una de mis camisas para la escuela, volteó a mirarnos con sus ojos tristes y simplemente nos dijo que no podíamos, porque para ir a un lugar así hace falta mucho dinero.

Si embargo a partir de ese momento no quitamos el dedo del renglón, y constantemente pedíamos se nos recompensara nuestra buena conducta con una visita a ese mágico lugar.

Mi padre era carpintero y tenía en aquel entonces veintitantos años, así que difícilmente el dinero que ganaba ajustaba para otra cosa que para vivir al día, pero esos detalles uno de niño ni cuenta se da. Bien decía mi abuelo que uno aprende a ser hijo hasta que es padre.

Ahora, treinta y tantos años después se me hacen nudo las tripas solamente de acordarme del milagro aquel que hizo mi madre con nosotros.

Nos notaba tristes y mi hermana hasta lloraba, por que según ella no nos querían.
Así que mi madre puso manos a la obra, y una tarde en fin de semana nos anunció con toda la magia de que fue capaz, de que al día siguiente nos iba a llevar a nadar entre las olas del océano.

Brincando de la emoción planeábamos todas las suertes y proezas que realizaríamos entre las olas y hacíamos planos mentales para castillos de arena irrealizables. Esa noche no pudimos dormir y al despuntar el día ya estábamos brincando de la emoción.

Mi padre nos acompañó hasta la central de autobuses que hoy es conocida como la “vieja”, que en ese momento me pareció el lugar más grande e impactante que hubiera conocido.

Esperamos un tiempo que me pareció eterno, y abordamos una de esas moles de acero con ruedas, que hacía un ruido estruendoso, minutos después, nuestro viaje daba inicio.

No amigo, la carretera no es lo que hoy vemos, había nada más un carril por cada lado y la gente subía y bajaba en todas partes, la paciencia de un chiquillo no es mucha, pero yo me aguanté calladito todo el camino, que me pareció eterno.

El viaje no estuvo tan largo, pero al bajar del autobús la magia apenas comenzaba, mi madre nos hizo caminar por la sombra y en un determinado momento nos pidió que tapáramos nuestros ojos, sin hacer trampa (los niños de antes no hacíamos trampa), continuamos caminando a ciegas pero despacio unos minutos, ruidos extraños y un aire cargado de aromas increíbles nos envolvían. Nos detuvimos. Mi corazón en serio se quería salir del cuerpo. Al recibir la orden de abrir los ojos no podía creer lo que veía.

Yates que pasaban a toda velocidad, lanchas con hombres que pescaban y la inmensidad del agua que convirtió a aquel día en el más increíble que recordara.
¬¬¬-Las olas, las olas –gritaba mi hermana sin parar.

Nos encueramos en la playa y nos metimos de inmediato al agua, jugamos con la arena, coleccionamos conchitas y por un día fuimos los niños más felices de este mundo.

Nunca nos cansamos y cuando hubo que comer nos resignamos a construir aquellos castillos de arena que tanto habíamos planeado.

Desafortunadamente el día terminó pronto, ya ve que siempre terminan pronto los días cuando uno la está pasando bien, y mi madre dio la orden de volver, cuando comenzamos a caminar rumbo a donde tomaríamos el camión de regreso le pregunté a mi madre:

-¿Cómo se llama este lugar tan hermoso?

-Este es el mar de Chapala.

Contestó tan firmemente que aún en la actualidad y después de tres décadas lo sigo creyendo.

Se lo cuento amigo para que no me mire como a un loco sólo por que le digo a mi hijo que estamos en el mar de Chapala, el tendrá apenas seis meses de edad, pero nuca es demasiado pronto para conocer este maravilloso rincón del mundo, y estas lágrimas, le aclaro, no son de tristeza por un pasado inalcanzable, son de alegría porque en el mar de Chapala el agua está de regreso.


Fernando Villaseñor Ulloa,
Es escritor, ha colaborado
en distintos medios. Labora
para la biblioteca del CUCBA,
UdeG. Es tercer lugar en el
certamen Chapala: Puros Cuentos.

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