21 septiembre 2008

El Campo que nunca lo fue
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La poesía de Robert Frost fue, durante décadas catalogada como rural y coloquialista. Considerado el poeta norteamericano más sobresaliente en la vida del campo de principios de 1900 (a pesar de haber vivido mayormente en la ciudad) legó un vasto registro poético que es evidencia de cómo la poesía no sólo es herramienta de temas superiores, sino también para describir lo cotidiano. Sin embargo a Robert Frost (1874-1963) lo persiguió la tragedia durante toda su vida: su padre murió de tuberculosis cuando él tenía 11 años, su madre murió de cáncer de pulmón quince años después, tuvo que internar a su hermana menor Jeani en un hospital psiquiátrico donde murió nueve años después; Frost siempre sufrió de depresión y ansiedad, su primer hijo Elliot murió de cólera a los ocho años de vida, su segunda hija Lesley fue la única en sobrevivirle, su tercer hijo Carol se suicidó a los 38 años, su cuarta hija Irma también fue internada en un manicomio por el propio Frost, su quinta hija Marjorie murió a los 29 de fiebre mientras daba a luz, y su última hija Elinor murió tan sólo tres días después de nacer; por último, su esposa murió de un doloroso cáncer de pecho en 1938.



La poesía de Robert Frost, a pesar de ser vivaz y con tendencias optimistas, está manchada de este profundo dolor de el poeta sufrió durante tantos años. Entre esas líneas se esconden profundas visiones pesimistas y cargadas del más humano sufrimiento. Esto ha pasado desapercibido o no se había reconocido por muchos años. Precisamente los tres poemas que leeremos tienen estas tendencias.



ELCAMINO NO ELEGIDO


Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,

Y apenado por no poder tomar los dos

Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie

Mirando uno de ellos tan lejos como pude,

Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,

Y habiendo tenido quizás la elección acertada,

Pues era tupido y requería uso;

Aunque en cuanto a lo que vi allí

Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,

¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!

Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,

Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro

De aquí a la eternidad:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,

Yo tomé el menos transitado,

Y eso hizo toda la diferencia.

Alto en el bosque en una noche de invierno

Me imagino de quién son estos bosques.

Pero en el pueblo su casa se encuentra;

no me verá parada en este sitio,

ante sus bosques cubiertos de nieve.

Mi pequeño caballo encuentra insólito

parar aquí, sin ninguna alquería

entre el halado lago y estos bosques,

en la noche más lóbrega del año.

Las campanillas del arnés sacuden

como si presintieran que ocurre algo…

Sólo se oye otro son: el sigiloso

paso del viento entre los copos blandos.

¡Qué bellos son los bosques, y sombríos!

Pero tengo promesas que cumplir,

y andar mucho camino sin dormir,

y andar mucho camino sin dormir.


SIEGA



En la linde del bosque no había más sonido

que el leve cuchicheo de una larga guadaña

hablando con la tierra. No sé qué le diría.



Quizás le contaba algo sobre el calor del sol,

o quizás algo acerca de aquel vasto silencio,

y por esto su voz no era más que susurro.

No le hablaba de un sueño nacido de los ocios,

ni de oro regalado por algún hada o duende:

fuera de la verdad, todo parece frágil

para el ferviente amor que alineó gavillas,

no sin dejar algunas flores (blancas orquídeas),

y asustó a una serpiente de un verde coruscante.


El sueño más hermoso que el trabajo conoce

son los hechos. Mi larga guadaña susurró,

y olvidóse del heno.




UNA VEZ, JUNTO AL PACÍFICO



Las aguas agitadas con gran fragor rompían.

Y las olas cimeras, al ver las que venían,

hacer algo querían a la costa cercana

que el mar jamás ha hecho a la tierra su hermana.

Bajas e hirsutas eran las nubes en el cielo,

como guedejas sobre unos ojos de anhelo.

Diríase, en verdad, sin poder dar razones,

que agradaba a la costa tener sus farallones,

y a éstos ser sostenidos por todo un continente.

Se acercaba una noche de tiniebla evidente,

y no sólo una noche, sino una época horrible.


Habría que aprestarse contra un furor posible,

pues vendría algo más que olas en algazara

cuando su último ¡Apáguese la luz! Dios decretara.

Javier Manuel Urrieta

1 comentario:

Flora Isela Chacón dijo...

muy buen sitio! felicidades