21 septiembre 2008

Una Noche en el Five Star

A Catalina

El vuelo a Los Ángeles había sido un vuelo sin eventos extraordinarios. La revisión migratoria, el reclamo de maletas, el paso por aduanas, el cambio de horario. El aeropuerto de Los Ángeles, más bien se parece a la torre de babel por la diversidad de etnias ya sea en tránsito o en pleno uso de sus funciones trabajando para conseguir el american dream. Alí iba acompañado de su primo Josh. Ambos huyendo y buscando. ¿Huyendo de qué o de quién y buscando a quién o a qué? Era la incógnita que hasta a ellos mismos los tenía confundidos. Dos días en California y diez en Colorado. Ese era el plan.

A Josh, lo recogió (así se dice—aludiendo a la acción de ser llevado en un medio de transporte hacía un destino) su hermana para ser conducido a su lugar. El destino de él era Anaheim, el de Alí era incierto. Afuera de la torre de babel el clima era fresco, el trajinar de pasajeros era un rebote de vectores de una a otra estación de embarque o de arribo. A Alí le gustaba observar los movimientos y las actitudes de las personas. Ya había estado en la torre muchas otras veces pero esto no le quitaba la curiosidad que tenía él por la gente que transitaba el lugar: los árabes con sus largos turbantes; las mujeres del Islam cubriendo el puritanismo de la farsa con sus velos de seda fina; los hombres pardos de la India; los chinos con sus ojos estirados, estirados: como dos ligas; las mujeres orientales del tamaño de sus grandes maletas, los mexicanos, la raza de Alí, con sus grandes cargamentos: quesos frescos para la familia, cajeta de Sayula, birotes de la central de Guadalajara, chicles de Talpa, ates, y otras cosas para su gente. Alí sólo llevaba una pequeña maleta con las pertenencias suficientes para trece días, y una laptop. En ella llevaba su vida: documentos de la oficina: contratos, agendas, portafolios, fotos de sus hijos, el repertorio de música cuidadosamente selecta durante un proceso de maduración muy cuidadoso en el medio: Bach, Mozart, Chopin, Bizet; música de blues y de Rock ‘N Roll: Clapton, BB King, Kid Rock, The Stones; boleros cubanos: Compay Segundo, Pio Leyva, Ibrahím Ferrer, Omara Portuondo; música del folclor mexicano; y el preferido de todos, Pepe Villalobos y su guitarra de cuerdas de oro; también llevaba los escritos gestados en más de doce años de narrativa y prosa poética; ensayos y diversos textos de su trabajo como periodista en el semanario Página, el Charal y la revista literaria Meretrices.

Rosario llegó casi puntual a recoger a Alí. Habían pasado sólo cinco semanas desde la última vez que se habían visto, justo en ese mismo sitio, en el edificio Tom Bradley del LAX, y aunque no era el tiempo del mundo el que había pasado antes de este nuevo encuentro, el corazón de los dos estaba acelerado: una arritmia de amor, una taquicardia de más de diecinueve años de padecer las llagas que dejaron las distancias del uno del otro. Ambos habían enfermado de un padecimiento extraño e innato, progresivo y terminal que los había condenado a una dependencia como medida paliativa, medida que no solucionaría el problema pero que sí les ayudaría a vivir sin tanto sufrimiento. Ella vestía casual: jeans, blusa negra, tenis. Alí era Alí: zapatos lustrosos, slacks, camisa hawaiiana, lentes oscuros. El encuentro fue algo muy parecido a esto:

-Bueno… amor… ¿dónde estás?

-Ya estoy aquí, amor, ¿dónde estás tú?

-En el mismo lugar de siempre, junto al jardín botánico.

-¡Ya! Ya te vi. Desde aquí te veo.

Alí viró la vista hacia ambos flancos y de la nada, comenzó a tomar forma la mujer más hermosa del mundo. El viento de la mañana reposaba en las hojas del enorme cottonwood ubicado en el pequeño jardín fuera de la terminal Tom Bradley. El mismo viento que mecía el pelo de Rosario en sentido contrario a su recorrido, como queriéndola detener, pero para entonces no había nada que pudiera detenerla. En su cara se dibujaba una chispa de vida que convertía todo en un tornasol a esas horas de la mañana, cuando las palmeras de la avenida Century, danzan al compás del viento. Se vislumbraba una felicidad apresada y que ahora comenzaba a libertar al bosquejo de una sonrisa que tomaba control de todo. Alí caminó a su encuentro y ambos se fundieron en uno solo por un instante en un abrazo efímero que para ellos era un pedazo de eternidad. Un abrazo apretado, sincero, lleno de todas las esperanzas guardadas en años de estarse pensando, de estarse sosteniendo de la mano larga del recuerdo. La primera conversación se confabuló más o menos así:

-¿Cómo estás, amor?

-Muy bien, preciosa, ¿tú?

-Estoy temblando.

-Sí, hace fresco.

-No, amor, estoy nerviosa…

Tomaron vuelo por la autopista 405, rumbo al Five Star. Las vistas del San Fernando Valley, las casonas en lo alto de los cerros, el clima, el panorama, la compañía, todo era perfecto hasta ese punto del trayecto. Platicaron de todo, se pusieron al corriente de sus vidas, bosquejaron un pequeño plan en torno a la corta estancia de Alí, y de la profundidad de la conversación pasaron a lo somero para comenzar a plantarse en la cotidianeidad de los días que habrían de preceder, entonces comenzó la plática de lo palpable, que fue algo como esto:

-¿Tienes hambre?

-No tanta. Más bien me siento cansado. Dormí poco anoche. Ya ves como son los menesteres en la víspera de un viaje. Lo que quiero ahora es instalarme en el hotel, descansar, darme una ducha y comer un poco.

-OK. ¿Tienes la dirección del hotel?

-Sí, está en Canoga. Entre las calles shermanway y De Soto.

El hotel no era un Five Star como lo anunciaban en la web, sino más bien era un “lack of star”, pues si había una estrella había sido apagada por los drug dealers que vivían allí, quizá para que su luz no interfiriera en los tratos a deshora; en los trueques con los White boys de Woodland Hills o los negros crackeros del ghetto. Para el negro, mi vecino, era igual, mientras llegaran con cash en la mano, o sea pues con la feria lista para derrocharla en el mundo oscuro de las drogas, todo estaba bien, nada más importaba.

El Hotel era atendido por una familia de hindúes, que no sé si por inocencia mía o por mera ignorancia—no puedo aseverar—que ellos estén involucrados en lo que en aquel lugar sucede, pues la hospedería podría ser cualquier cosa menos un sitio digno para pasar la noche. Sin embargo, la reservación estaba hecha y las circunstancias no daban en ese momento para buscar otras opciones. Llamaba la atención la variedad de modelos de automóviles acomodados en el parqueadero de manera simétrica: Mercedes Benz, BMW’s, Volvos, Jaguares y hasta un Ferrari. La habitación, aunque era de “non smoking”, apestaba a humo, a humo penetrado en las paredes y en la alfombra y en el televisor que nunca se encendió. Daba asco hablar por teléfono. El aire acondicionado había sido diseñado para todo un lobby pero por alguna razón decidieron instalarlo en el cuartucho, cerca de la ventana que daba vista al estacionamiento norte, donde, después aprendí, era el sitio perfecto para hacer transacciones de carácter dudoso. Pues, en la habitación de abajo, como vecino, tenía a un negro con brazos de gorila (cara también) con un perro como acompañante, de esos de raza chata, un Pit Bull de al menos 110 Lbs. de peso, amarrado de una cadena gruesa. Ambos se daban aires de valentía y no dudo que la tuvieran, pero lo que más proyectaban, no era eso sino una imposición que daba miedo. Alí le saludó a su vecino del Five Star con unas líneas en inglés que se escriben más o menos así:

-Hi, how are you doing? –saludó Alí.

-I’m all right, but I’ve seen better days. –contestó el negro, con voz ronca, casi diabólica, mientras caminaba meciendo sus hombros a los lados, mirando el suelo, sin dejar de sujetar la cadena de su mascota.

-Take care –dijo por último Alí con una voz ronca, que no era la de él pero que tenía que inventar para esconder el miedo que sentía con aquél primate de Tarzana, vendedor de drogas.

El negro balbuceó algo que Alí no fue capaz de descifrar y ese fue el tamaño de la conversación. Alí sintió un presentimiento. Una especie de piquete en la panza, de esos piquetes que sólo una premonición puede dar, pero no quiso darle vida a su intuición y siguió su camino sobre las escaleras del Five Star. Ya instalado en el cuarto, Alí prendió su laptop, se conectó al Internet, contestó algunos correos, hizo un par de llamadas de larga distancia y trató de tomar una siesta. Imposible. El parqueadero se había convertido en avenida, donde transitaban desde camiones de la compañía de teléfonos, hasta los autos más lujosos; todos al cuarto del negro, o del perro, o del perro y el negro. Mujeres esbeltas, hombres corpulentos, blancos, negros, una que otra chicana, de todo. Cerró la cortina de su habitación para facilitarle al negro sus transacciones y para que no le fueran a molestar. Alí se sentó entonces a escribir, a matar la tarde en el teclado y a esperar a que Rosario regresara después del instituto a las 10:30 p.m. a darle el beso de buenas noches.

Alí se sentía extraño en aquél lugar, no por lo que había o por lo que era en sí, sino por lo que representaba para él estar allí. Rosario había estado platicando con él en un borde de la cama y todo había estado bien. La sinceridad en la conversación, el entendimiento, las preguntas impredecibles, las respuestas furtivas, la esencia de todo lo que había encerrado en ese ambiente del Five Star. Todo iba bien hasta que ella se fue. Alí sintió que lo invadía una tristeza insondable. No dijo nada. Ni siquiera le pidió que se quedara. Él sabía medir las cosas con sobriedad, no se atrevería a ser impositivo con aquella mujer de su vida, era todo como era y ya. No pedía mucho, ni siquiera lo justo. Así era él, así había vivido los últimos años de su vida, sin pedirle nada a nadie, abriéndose caminos solo, con seriedad, con entrega, con entereza y aunque no se daba aires de perfección pues todos los hombres tienen su lado oscuro, él lado de él era diáfano, por la mayor parte. Dolía, sí, pero hacía las cosas con dignidad. Pasaba por la transición de una separación después de doce años de vivir al lado de una mujer que no quería y que en reciprocidad tampoco lo querían a él, pero no, eso no era tampoco. La tristeza que lo invadió, le llegó al ver la foto de sus hijitos en su billetera. Los dos tan hermosos y tan llenos de inocencia. Ambos de él, de su sangre, de su costilla. Abigail era especial, sin ser menos el niño. Hasta ese momento, la compañía de Josh, en el avión, y la corta estancia de Rosario en aquél cuarto, lo habían acompañado. Hasta entonces habían sido las dos tablas en su naufragio, entonces el divagar de la mente, de los sentimientos, de la incertidumbre. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Había encontrado hasta esa hora del día lo que buscaba? No podía atinar a deducir nada en ese momento. Lo que vivía hasta entonces era tan real como lo es un tatuaje: no se podía borrar nada sin dejar huella. No se podía tapar el sol con un dedo y no se podía retroceder ningún capítulo.

La puerta del cuarto 215 habló en su lenguaje de llamado nocturno. Era Rosario. Eran las 9:00 p.m., había llegado allí sola una hora y media más temprano, había pasado ilesa por donde los dealers, había sobrevivido una mordedura del pit bull, había atravesado el parqueadero sola y ahora la tenía en su habitación, con una charola de frutas frescas: melones, sandía, uvas, fresas. Se veía hermosa. Desde las rojas coronas de sus diminutos pies hasta el olor a durazno que desprendía su pelo lacio y húmedo. Reposando en sus hombros, haciendo las veces de cortinas como queriendo cubrir las dos perlas que pendían de sus oídos. Él, ya la quería entonces, eso era bien sabido, pero descubrió que lo que sentía era un amor muy grande: la quería más. Se besaron con el amor de dos largas ausencias; con la felicidad que dos amores recién encontrados se confieren; con la angustia que dos fracasos se comparten. Ella sabía a miel y cualquiera podría perecer en su vientre, entre sus dedos, en un suspiro. Comieron fruta, se bebieron el uno del otro con moderación y luego le dijo lo que Alí había estado esperando. Un “Te Amo” lleno de una ternura insondable, empapada de una tristeza inmensurable. Se dieron cuenta entonces que se necesitaban el uno al otro. Una mirada penetrante bastó para que supieran que las cosas no podían seguir con la sombra de la distancia y se comprometieron a surcar la vida, juntos: a hacer lo que para mucha gente sería prohibido pero que para ellos era vital y necesario.

La noche escaló con lentitud hasta llegar a la cima de un amor consumado, lenta, hasta el arribo paulatino y crepuscular de un nuevo día. Se entregaron con dignidad y con la seriedad de dos amantes maduros, de dos vidas conjuradas a un amor que volvía a nacer. Cuando al fin llegó la calma, Alí pudo escuchar los graznidos de un cuervo a lo lejos; recordó el poema de Poe y con sigilo se asomó por la ventana: era el alba de un nuevo día lo que le permitió, por un pequeño resquicio de la ventana, contemplar aquella dulce complexión en todo el esplendor de su cansancio, reposando en una sonrisa de satisfacción nunca antes vista. Ella respiraba amor, su cuerpo desnudo y su respirar pausado; hacían de Alí un nudo de amor, una atadura que—estaba seguro él—nada ni nadie podría desatar ya. Ella tejía un sueño con la madeja de los días que le habían dado la espalda y que ahora se habían convertido en el presente que ella vivía. “El presente es el resultado del pasado”, pensó Alí mientras contemplaba la nostalgia que se desprendía de la lámpara que le daba vida al cuarto con su luz tenue y su sombra triste. Ellos no lo sabían pero un poder muy superior a ellos les tendía una gran alfombra roja para que dejaran descansar sus pies. Un río de golondrinas pasó aquella mañana por la ventana del Five Star. Los rojos comenzaron a dar paso a los amarillos y a los ocres y en un suspiro, la aurora de un nuevo día limpiaba un pasado turbio, para dar paso a un presente lleno de cosas nuevas, para posteriormente ceder camino a un futuro lleno de todas las cosas buenas que los dos habían ganado y que merecían. Alí se recostó al lado de Rosario y acarició su pelo en aquella quietud flotante que invadía el cuarto que ahora era un nido donde se gestaba un gran amor; donde se retomaba una hebra de felicidad que había sido cortada por las tijeras de un poema bucólico que ahora se convertía en un ditirambo lleno de todas las cosas buenas de la vida.

-Buenos días, amor, -saludó Rosario, aún con la felicidad de una mujer complacida.

-Buenos días, mujercita, ¿cómo amaneciste?

Ella le contestó con una sonrisa que halló acomodo en el corazón de Alí. Para entonces, los dos sabían que se habían subido a un furgón que los habría de llevar lejos, muy lejos, away from the Five Star onto a life of happiness.
Arturo García
7-Jun.-2008
Denver, CO



1 comentario:

Garca dijo...

¡Ajala! ¿Quién es ese wey de Alí y Josh? ¿Alguien me podría decir?
Garca