10 marzo 2008

El jefe

–¿Se le ofrece algo? –Dijo Ernesto después de cerrar tras de sí la puerta de la oficina del jefe de la policía municipal, conocido entre los elementos policiales como La Bala. Los ojos de La Bala resplandecieron como si frente a él un cañón de pistola se colocara amenazante, pero la única arma que llevaba Ernesto consigo era simplemente su cuerpo moldeado por los años de rigurosa disciplina militar en la escuela secundaria y en el colegio de bachilleres. Sin decir más palabras, Ernesto se sacó la camisa azul claro que llevaba fajada en su pantalón azul marino como todo buen servidor público que ostenta una apariencia limpia, pulcra y por ende bien presentable. Se soltó el cinturón, se empezó a desabotonar la camisa y dibujó en su rostro moreno lampiño una sonrisa lujuriosa como si fuera a comenzar un espectáculo de stripper. Ernesto se pasó tres veces la mano sobre la bragueta y, cuando la retiró, el tamaño del bulto ya había crecido considerablemente, motivo por el cual La Bala, que había permanecido sentado detrás del escritorio y en silencio con los ojos fijos en el muchacho, se levantó lanzando una mirada de felino al acecho de la presa, luego bastaron dos pasos para quedar casi junto a él, junto al cuerpo tibio y semidesnudo que se presentaba como un trofeo ante sus ojos. En ese momento la Bala dejó salir el deseo que desde hacía más de dos meses tenía atorado en el pecho.
....Desde la llegada de Ernesto a la corporación, al jefe se le había vuelto una obsesión el anhelo de poseer aquel cuerpo juvenil prohibido sobre todo para él por ser precisamente el jefe, la imagen del respeto, la voz de mando, el guardián del orden. Sin embargo, en más de una ocasión, se había pasado la ética profesional por donde ahora posaba la mano en la que llevaba el anillo de bodas. Más de una vez había dado órdenes, más allá de las correspondientes al trabajo, a todos los que tenía a bien darles una calentadita… Pero Ernesto no era como todos, no era fácil de convencer porque él no tenía necesidad de complacer a otros por conveniencia. Ernesto tenía su puesto seguro, incondicional, no por ser amigo del comandante ni por ser hijo de Don Fulgencio Villanueva, ni por haber llegado a la Ribera desde Puerto Vallarta, ni por haber trabajo para algún diputado alguna vez. Ernesto se había ganado el puesto que tenía por méritos propios. Sabía hacer bien las cosas.
....Todos los del Ayuntamiento sabían que con Ernesto ninguna mujer corría el riesgo de caer en la tentación de serle infiel al marido, más de alguna habría querido pero el hombre no se veía interesado en ellas, más bien los maridos corrían el riesgo de verse de pronto seducidos por la presencia cautivante de aquel hombre de piel morena, ojos grandes, pelo crespo, porte altivo, labios finos y sonrisa algunas veces entre irónica y sarcástica. Sin embargo Ernesto nunca había sacado ventaja de su condición gallarda o de su innato don de líder. Pero, esa mañana, la brisa ribereña le había inspirado al hombre un plan poco romántico, esa mañana había dejado en los portales a Salvador con una promesa que estaba dispuesto a cumplir.
.....Ernesto se traía algo entre manos y eso no lo percibió el jefe a quien la calentura le había bloqueado el raciocinio del que gozaba, supuestamente, la mayor parte del tiempo. Fueron pocos los minutos que tardó La Bala para desencadenar sus pasiones, sus instintos. Ernesto ya se había despojado de una parte de sus vestiduras, el torso delgado pero musculoso y lampiño como su rostro, era rodeado ahora por los brazos del jefe quien acercó sus labios impacientes a los finos y tranquilos del joven que tenía en sus ojos el reflejo de las olas de Vallarta y en su mente la grandeza de la luna sobre el lago. Estaba en paz a pesar de que la bala fue bajando hasta la altura donde el arma del policía suele estar siempre dispuesta a la defensa, siempre alerta. El rostro de Ernesto esbozó de pronto una sonrisa entre cínica y sarcástica, algo pasaba por su mente.
.....Las cosas iban bien, a Ernesto siempre le iba bien en lo planeado y lo espontáneo. Recordó los bares de la Ribera, pero le gustaba más el arrabal y a Marina le gustaba, le gustaba la canela... ¿y al jefe? Al jefe le gustaban los peces escurridizos. Entonces la Bala tomó lo que se le ofreció como quien se sirve a su gusto en un autoservicio de comida rápida. Rápida fue también la sorpresa que se llevó el Jefe cuando Ernesto dijo “Gracias. Eso era todo, sólo quise saber si se le ofrecía algo” y sin fajarse siquiera la camisa azul claro, ni acomodarse un poco el pelo ensortijado, con el cinturón al hombro, Ernesto salió de la oficina haciendo público el encuentro que había tenido con el jefe. “Me empezó a acosar y tuve que cogérmelo”, dijo y pidió a su amigo Eduardo que tomara las fotos necesarias para levantar una nota periodística.
....Sería un escándalo tal vez, perdería la chamba quizás, pero no le importó porque a fin de cuentas había logrado su objetivo: poner en su lugar, darle su merecido al cabrón que había despedido a Salvador, su mejor amigo, y a otros más, por pretextos ridículos que le servían nomás para cubrir la verdad, por el simple hecho de que no habían querido jalar con él. Eduardo publicó una nota sin relatar los detalles, la tituló “¿No que no tronabas pistolita?” pero el asunto no pasó a más, La Bala cambió de cargo público por desordenado, se fue a la administración de padrón y licencias y más tarde lo postularon para la diputación local. Ernesto siguió con su trabajo, visitaba los bares, respiraba la brisa de la Ribera y seguía sonriendo a pesar de leer el periódico todas las mañanas.
Jesús García Medina

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