14 mayo 2008

Yaarmí

Cuando yo era un adolescente me gustaba ir por las tardes, después de salir de la escuela, a tirarles piedras a los árboles cargados de mangos. Para hartarme literalmente, de mangos verdes.
----En una ocasión Pepe y Manuel, mis compañeros –compañeros de averías, decía mi mamá– se regresaron antes que yo a sus casas y me quedé solo un rato más, tirando con mi resortera a las sartas de mangos. Me metí tras unos arbustos para recoger algunos que habían caído por ahí. De pronto descubrí una pequeña caja de metal escondida entre la hojarasca; al observarla me di cuenta que no tenía cerradura alguna. Quise abrirla en ese momento pero me decidí a llevarla a mi casa puesto que en la privacidad de mi cuarto podría sacar y revisar con detenimiento el pequeño tesoro, que según yo, la cajita llevaba dentro.
----Sin pensarlo otra vez y olvidándome de los mangos tomé el camino a casa con prisa. Avisé a mi madre de mi llegada y me metí en mi cuarto. Ya dentro de mi cuarto me di a la tarea de abrirla con cautela y no menos curiosidad, esperando encontrar joyas o algunas monedas antiguas: el tesoro. Dentro de la caja solamente había unas hojas de papel las cuales empecé a leer de inmediato.
----Al terminar mi lectura los hechos ahí descritos me dejaron una pequeña duda acerca de la existencia de los seres de luz, de los seres incorpóreos que habitan entre el viento y el cielo: los Ángeles. Ahora quiero compartir con ustedes la carta que encontré.
----Dice así:
---- Queridos Eva, Jorge, Mauricio y Gabriela:
Lo que les contaré en seguida es parte importante de mi ausencia. Por la manera en que sucedieron las cosas, por de más extrañas, no encuentro las palabras precisas. Lo que aquí relato es lo más cierto que mi capacidad de entendimiento me permite describir.
----Recuerdo aquella tarde de verano en el mes de junio apenas terminada la tormenta, cuando los pájaros vuelven a cantar en los árboles del patio y el sol todavía sale un rato a calentar antes del atardecer. Esa tarde regresé a casa un poco antes de lo habitual, pues por unos asuntos que tenía pendientes no podía encontrar sosiego.
Todo parecía normal. La puerta de madera de la entrada, como siempre, no cedía al querer abrirla con mi gastada llave e igual que otras veces pensé que al día siguiente iba a tomarme un poco de tiempo para repararla. Al fin se abrió con el rechinido de las viejas bisagras oxidadas. La cerré tras de mí pero sin poner la llave, pues ustedes no tardarían en llegar.
----Atravesé el patio, bajo el mango grande que todavía dejaba caer pequeñas gotas con cada ola de viento que lo movía. Los pajarillos vespertinos: tordos, saltaparedes, y agraristas comenzaban a cantar en el mango, en el guayabo y en los granados húmedos. Fue en ese momento, cuando por mera inercia, ante la cantidad de trinos voltee hacia arriba a las ramas quietas del gran árbol del centro y vi una silueta demasiado grande para ser un tordo, incluso un tikús, más bien era una figura humana que se movió rápidamente para ocultarse de mi vista; pasando de una rama a otra.
----Iba desnudo y era de un color blanco azulado, un color extraño que nunca había visto antes y sus ojos, sus ojos eran penetrantemente magenta. Fue lo que alcancé a retener en mi memoria de ese instante en que se ocultó de mi vista.
No le tomé mucha importancia y fui a la cocina a tomar un vaso de agua para dar inicio a mis pendientes. Al pasar otra vez bajo el árbol, volví la vista de nuevo escudriñando entre el follaje, pero no vi nada.
----Días después me encontraba en el taller de la casa reparando al fin esa vieja cerradura de la puerta de entrada cuando me di cuenta de la falta de un desarmador, pensé que Jorge lo había tomado para reparar su radio y fui a buscarlo a su cuarto.
Estaba solo. Ustedes se habían ido con su abuela a San José.
----Salí del taller y al observar por el pasillo el tronco del mango, volvía ver la figura que se metía el cuarto de la televisión. Como el tronco es un obstáculo visual desde el pasillo, fueron otra vez instantes lo que alcancé a verlo. Tomé un fierro para errar que usamos como candelabro en el pasillo y me dirigí rápidamente hacia donde se había ocultado la figura, ya que como la puerta principal estaba sin cerradura pensé que tal vez un intruso trataba de esconderse.
----Entré sigilosamente y en guardia con mi improvisada arma, busqué tras las cortinas moviéndolas rápidamente con mi mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el fierro dispuesto a dar el golpe. Nada. Busqué tras los sillones y tras la puerta, no encontré nada ni a nadie. Solamente un extraño olor se percibía en el ambiente de ese cuarto cerrado sin ventanas, un dulce olor a leche y lavanda. Un estremecimiento me invadió de repente.
----Regresé al taller tratando de olvidar la imagen y el peculiar olor pero ya no pude concentrarme y tuve que colocar, como pueden ver, la cerradura sin reparar otra vez. Salí a caminar y a tomar aire fresco o tal vez a esperar que ustedes regresaran.
----Pasaron cinco semanas sin que nada raro ocurriera. Hasta esa mañana que desperté con una extraña sensación de duda y un nombre insistentemente grabado en mi cabeza: Yaarmí. Por lo recurrente del pensamiento decidí escribirlo en mi cuaderno de apuntes por la tarde. De cualquier manera ya no lo olvidé.
----Era septiembre y las lluvias ya se retiraban poco a poco; tenía una semana que no llovía. Esa madrugada ustedes aún no despertaban, apenas el cielo se pintaba de rojo y tenía que encender los focos para guiarme dentro de la casa. Cuando al doblar el pasillo para ir al taller lo alcancé a ver de nuevo, pero en esta ocasión no sé por qué le llamé, fue un acto de instinto y le nombré fuertemente: ¡Yaarmí!
----Volteó el rostro hacia mí, me miró unos instantes con esa mirada profundamente magenta y esbozó una leve sonrisa. Era alto, como de dos metros de estatura y de un color levemente azulado pero no lo suficiente para brillar en la penumbra. En lugar de provocarme temor, como en un principio esperé, su sonrisa me transmitió una sensación de paz como si fuera un pluma flotando en la brisa de la tarde. En seguida se metió al taller y de nuevo dejó tras de sí un olor en el ambiente: a leche y lavanda.
----La siguiente y última vez que lo vi fue hoy por la mañana al levantarme y dirigirme a la cocina para prepararme un poco de café. La puerta de la entrada estaba, fuera de lo común, entreabierta. Me dirigí a cerrarla, cuando al avanzar solamente un par de pasos Yaarmí se asomó de la calle, sonrió y con un movimiento de su cabeza me indicó que lo siguiera.
----Es por todo esto que el día de ayer me encontraron distraído y meditabundo. Quiero pedirles perdón si hago o hice mal, pero es una fuerte necesidad la que me obliga a atravesar la vieja puerta de madera con su cerradura inservible para (yo no lo sé) regresar mañana o ya nunca hacerlo. Sólo sé que en todo el camino que tenga que recorrer me acompañará la figura de Yaarmí.
----Mi corazón y mi buena voluntad es de ustedes.
----Papá Jorge.”
----Yo no sé cuando ocurrió esta historia. No sé si fue hace cinco años o sólo hace unos meses o puede ser que hace setenta años. Sólo sé que tenía que contarlo para encontrar un poco de paz en mi corazón.
----Me siento mejor.
Beto Muñoz
*
F.H.
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Recorrer el mundo en camión. La vida misma se tira en el estómago urbano y a veces las historias humanas salpican como dardos punzantes.
----Leí en una revista un suceso narrado por Martín Luther King sobre la Señora Rosa Parks y la discriminación racial. De cómo desobedeció las reglas urbanas y sociales estipuladas por los blancos. Que por no atender la orden del conductor, de dejar libre el asiento destinado a los blancos, fue encarcelada.
----Desde que leí esa historia al treparme al minibús siento la actitud mecánica del chofer. Los pasajeros: en verdad mueren en el transcurso de su viaje. Y miro la galería de monos con quien comparto ese momento funesto. En estos últimos días mi cpu ya no retrata, a través de los cristales, los segmentos urbanos que me permitían observar como flashazos en sus paradas continuas. Ahora me atrapa el olor a manzanilla que transpira una flor diurna, que oculta su mirada tras unas gafas negras. Su cuerpo irradia una luz que la corona. El conductor la mira siempre por el retrovisor. Pienso en la Señora Parks: costurera, atractiva, negra, valiente. ¿Cómo expresar el valor y el coraje de su piel, y a la vez el dolor y el sufrimiento de la discriminación? ¿Su voluntad y decisión? ¿Cómo interpretar su desarticulación mental y no perder la cordura, su lucidez para mandar a la mierda la estructura de poder anquilosada en su pensamiento y su genética?
----El camión ruge entre las vísceras de la ciudad. Me acercó al espécimen. Puedo creer lo que veo: su metamorfosis. Se ha implantado una piel nueva y una cabellera rubia. Es tierna por dentro y tripea su belleza. Pero ante mi presencia irriga veneno como defensa, ¿Dónde compra esa fragancia? Me muestra sus colmillos como una rata y emite un sonido grotesco, tiene miedo, saca sus pezuñas. ¿Dónde radica su enfado, su alerta? Está propensa a ser atacada y sus antenas se erizan. Es amorfa, pero desprende sentimientos incrustados a control remoto. Ya no pienso en Rosa Parks, sería inútil demostrar que su ira radicaba en sus ansias de libertad y de ser respetada como un ser humano. Que esa actitud de valentía era el espíritu de las generaciones de hombres y mujeres negros que estaban por nacer en una prisión enorme sólo para servirles a los blancos. Ahora pienso en esa masa amorfa que viaja en el camión y que está dispuesta a matarme si me acerco más. Estoy encantado con el personaje, incluso lo puedo recrear o mantenerlo en ese estado metamórfico zoourbano.
----Me intriga saber si tiene algún nombre o sólo se comunica por celular. Hasta hoy, creo que nuestra relación ha avanzado. Siempre me bajo antes que ella, y al final del viaje le lanzo la última mirada, en esta ocasión se abrió una sonrisa, como flor de papel, de la mascarita que pende amarrada a su pubis.
----Ya no lo pienso, definitivamente, hubiera sido más interesante encontrarme con la Señora Parks el día que reventó la conciencia de la raza negra.
Sergio Fong

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